El Laberinto

Toque de queda

Compartir
(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

He de confesar que el pequeño reaccionario que vive encarcelado en mi interior, se altera de manera irracional cuando el teléfono de mi casa suena demasiado temprano o demasiado tarde y me obliga a contestar de mala gana mientras pienso para mis adentros que “esas no son horas de llamar”.

Saco a colación esta obscura confesión para tratar de generar empatía sobre el toque de queda, ese sonido de la campana que en el pasado determinaba cuáles eran las horas apropiadas para encontrarse fuera de casa y que todas las noches, durante veinte minutos, sonaba convirtiendo a la “gente decente” en cenicientas emprendiendo la huida.

El guanajuatense Luis González Obregón (1865-1938) narraba que pasada esta hora la gente quedaba expuesta a la inmundicia, de las lenguas viperinas sospechando, de las personas de mala calaña ejecutando actividades ilícitas y de las bacinicas que a esa hora hacían llover su contenido hacia el carro que la recolectaba.

Aunque ahora no existe una hora prescrita y acordada para que todos volvamos a nuestras casas y la luz eléctrica con todas sus maravillas le va ganando terreno a la obscuridad, lo cierto es que, fuera de las zonas donde se desarrolla la vida nocturna con música estridente y traguitos sospechosos, la noche en el exterior sigue siendo una experiencia ligeramente macabra, la basura inunda las calles, cualquier extraño que se cruce en nuestro camino se convierte en prospecto a agresor, el escaso transporte va lleno de hombres cansados o borrachos y las opciones comerciales quedan severamente limitadas.

Tal vez los ciudadanos del pasado y yo tenemos un pensamiento en común: las deshoras envuelven en un manto de sospecha todo lo que en horas regulares nos parece normal, como cuando suena el teléfono demasiado tarde o demasiado temprano y yo pienso que o son malas noticias o es un cobrador.