Histomagia

¿Demonios o ángeles?

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pozo museo dieguino PM destacado“Los niños siempre dicen la verdad”, es lo que comúnmente escuchamos decir, sin embargo, cuando ellos nos cuentan o narran las cosas que ven con sus ojos llenos de inocencia, la mayoría de las veces, como adultos, no les creemos, siempre justificamos con el que a su edad la imaginación es la que muchas veces los hace pensar que ven fantasmas, espectros, demonios o ángeles, e incluso a sus seres queridos que vienen a cuidarlos.

Guanajuato está lleno de callejones y cada uno alberga historias en las diferentes casas ya antiguas que lo componen. En el Callejón de Saavedra, ahí en pleno centro de la ciudad, cerca de la calle Alonso, existe una casa que en otrora época fue escenario de varios eventos paranormales.

Un amigo mío me cuenta que cuando él era niño, en esa casa las cosas se cambiaban por sí solas de lugar a plena luz del día, y que su mamá —como ella nunca veía ese fenómeno—jamás le creyó; al contrario, siempre culpaba a él y a sus hermanos de lo ocurrido y les daba el merecido castigo por estar inventando historias.

También me relata que casi todas las noches se aparecía en la esquina de uno de los cuartos, una mujer sentada, vestida de negro, que cepillaba su tan largo pelo, y que nunca le vieron el rostro, pues siempre estaba de cara a la pared. Nunca volteó a verlos. Sólo cepillaba una y otra vez su pelo. Mi amigo me dice que posiblemente era el alma de una de las chicas que vivió ahí, pues recuerda que alguna vez lo escuchó en esas pláticas de adultos, que contaron que esa casa había sido un prostíbulo a inicios del siglo pasado. Nunca lo supo de cierto.

En otra ocasión, una noche ya muy tarde, su hermano mayor, en plena adolescencia, quería salir de su casa sin el permiso de su mamá; ella se lo negaba para poder sentirse más segura con él en esa casa tan grande, pero él, lleno de cólera, se enfiló hacia la puerta mientras murmuraba una sarta de insultos a su madre, en eso, antes de salir, de la nada, apareció en la puerta un perro negro muy grande, con los ojos rojos y el hocico sangrante ladrándole ferozmente, impidiendo su salida de la casa. De inmediato, se regresó con su madre, no le contó nada de lo acontecido, pero sí le pidió perdón porque la había insultado. Santo remedio, en ese instante, el perro desapareció.

Pero sin duda el relato más impresionante es el que él refiere que cuando tenía muy corta edad, mi amigo veía el cómo, de repente, una luz que se proyectaba desde atrás de la cabecera de su cama hacia el ropero, “como pantalla de cine” —me dijo— iluminaba tan intensamente que aunque quisiera cerrar sus ojos no podía, porque se sentía completamente inmovilizado por una fuerza extraña. Con los pelos de punta, vio cómo poco a poco del ropero salía un hombre muy alto, caminaba hacia él levantando lentamente la cabeza, se paraba a los pies de su cama sólo para verlo con unos ojos tan rojos como si fueran de fuego y gritarle “debes de morir, no debes de estar aquí”. Esas palabras salían de la horrible boca putrefacta y negra, en una especie de mezcla de voz gutural y de un chillido de odio. Ese ser —mi amigo recuerda— era en verdad tan alto que tenía que agachar su cabeza para no golpearse con el filo de puerta del ropero. Creo que es claro que siendo un niño, el pánico y terror realmente debió haber sido infinito. Lo peor era que su madre, entre tantas vivencias en esa casa, nunca le creyó.

Hasta el día de hoy, él no sabe el por qué ni quién pudo ser ese espectro infernal, pero lo que sí sabe es que lo dejó marcado para siempre, porque él sí les cree a sus nietos lo que ven, que afortunadamente, hasta el día de hoy, no han sido seres descarnados ni de otra dimensión. Pero tal vez tú sí pueda verlos aquí en alguno de los callejones tan antiguos y céntricos de esta ciudad, por eso ven, lee y anda Guanajuato.