En uno de mis primeros romances, las citas eran muy aburridas pero las conversaciones telefónicas eran una experiencia fantástica, me enseñaba cosas nuevas, se reía con mis chistes e incluso compartíamos varias aficiones, tras un mes en estas circunstancias le dije a mi novio que era más platicador por teléfono y él me respondió que nunca lo había llamado.
Descubrí de un modo peculiar que el reconocimiento de voces, incluso en la actualidad, no es mi mejor talento, pues a raíz de un número equivocado había pasado varias tardes hablando con quien resultó ser un profesor de historia cuarentón (o eso me dijo) que no me sacó de mi error porque se sentía solo. Sobra decir que nada de lo que yo creía sobre mi galancito era real.
Les cuento esto, porque contiene el ejemplo perfecto para lo que yo llamo el “síndrome del juicio autómata” en honor a Hoffman y su perturbador cuento “El hombre de arena” donde el protagonista se enamora de una especie de robot mudo ignorando todas las señales y advertencias y atribuyéndole características que solo existían en su cabeza una vez que su físico le había deslumbrado, dejando de lado a su prometida de carne y hueso.
Este síndrome, en su variante romántica, se presenta con mayor frecuencia en la adolescencia cuando solemos enamorarnos de famosos, de personas con las que nunca hemos hablado o de aquellos con los que aunque convivimos no conocemos en absoluto y se caracteriza por ser una concepción unilateral donde lo que creemos de los demás es mucho más importante que lo que son en realidad y nos basta para formarnos una opinión y tomar una línea de acción sobre ellos.
Desgraciadamente estos juicios autómatas nos acompañan por el resto de nuestras vidas en otras formas menos amables siempre que juzgamos al resto con poca información y demasiada imaginación, discriminar a los demás por su apariencia, procedencia, preferencias o por rumores o frases fuera de contexto son claros ejemplos de ello.
Las características que le atribuimos a los demás, nos retratan como el más fiel de los espejos y ponen al descubierto lo que consideramos agradable o detestable y como estamos dispuestos a reaccionar ante esto. Cabe mencionar que este retrato es la única utilidad que le veo al juicio autómata, para el resto de la humanidad más vale quitarnos el espejo de enfrente y conocer al otro, rectificar los números telefónicos o cualquier dato tampoco está de más porque nunca falta el oportunista que obtiene beneficio de estas equivocaciones.