Entre caminantes te veas

ALZHÉIMER

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Clarisa vive en penumbras, entre recuerdos cada vez más difusos y soporta  una tortura permanente que no cesará hasta que la muerte venga a liberarla.  Mientras mece su cuerpo sentada en la cama recuerda –porque hay cosas que de pronto recuerda  muy bien- que su abuelo le contaba que uno de los castigos más crueles que la iglesia imponía en siglos pasados era el borrar cualquier vestigio del paso de una persona por el mundo. Eliminaban su nombre, borraban los registros, lo dejaban sin un pasado ni identidad.

indiceLa anciana se pregunta  ¿qué pudo haber hecho que fuera tan malo como para ser castigada en pleno siglo XXI con algo tan perverso como lo que le ocurría ahora? Porque tenía momentos de lucidez,  en los que venía a su mente el rostro de su hija Miriam y el de su esposo Jacobo, aunque claro, ahora tenía certeza de que Jacobo murió ya. Luego entonces solamente permanecían ella y su hija. O tal vez sólo ella, pues era claro que estaba en una clínica.

Alguna vez tuvo un pasado y el derecho a soñar con un futuro. Pero no ahora. Encerrada tras esas paredes asfixiantes de aquel asilo gris y enorme le parecía que el infierno no podía ser peor que aquello, y entonces, en silencio, rogaba, suplicaba a Dios que la llevara de este mundo.

Clarisa ya no sabe que cuando era una niña jugaba a la rayuela, y que Cristi era su muñeca predilecta. Que le gustaba comerse el cereal a puños y no con leche y que debajo de su almohada siempre estaba la estampita de San Judas, patrón de las causas imposibles.

También olvidó que su primer novio fue Esteban y que estudiaban en la misma escuela. Que jamás se atrevió a besarla y de tomarse de la mano no pasaron. Pero con Fernando fue distinto, con él, el amor era tan emocionante que la vida parecía estar suspendida en una eterna montaña rusa. Hasta que llegó Jacobo, siempre equilibrado y justo.  Recordaba también, que su esposo tomaba el café con una sola cucharadita al ras de azúcar, ni un gramo más ni uno menos. Pero en la noche prefería té de limón sin azúcar. Jacobo la enseñó a cultivar la tierra, a reparar una tubería rota, a acariciar con la punta de los dedos y  a que los besos con amor saben mejor que un chocolate recién hecho.

Clarisa cierra los ojos durante un tiempo indefinido. Al abrirlos todo es desconocido ¿dónde está? No recuerda su nombre ni el camino a casa. Una mujer vestida de blanco quiere acercarse a ella pero lo impide gritando con todas sus fuerzas. Hay alguien  velando por ella afuera, no recuerda ahora de quién se trata pero  sabe que existe. Forcejea con la mujer de blanco hasta que termina recostándose nuevamente en la cama sintiéndose vencida, derrotada, violentada y triste…mucho muy triste.

Gruesas lágrimas corren por su rostro, tiene miedo, mucho miedo. Es un terror espantoso que viaja por su espina dorsal ¿dónde está? ¡¡¿Dónde está?!! La mujer de blanco gana, consigue inyectarla, y enseguida comienza a sentirse mareada. Se acuesta finalmente y comienza a llorar hasta quedarse dormida.  En sueños se ve a sí misma, amarradas sus extremidades a cada extremo de la cama. Los sacerdotes rodeándola y borrando frente a ella cualquier vestigio de sus huellas, dejando sin recuerdos su existencia, llevándose descaradamente la memoria arrancada de su cabeza y puesta a disposición de un vulgar transeúnte para ser pisoteada.

Y mientras lucha por salir de las tinieblas de las pesadillas se pregunta entre sueños ¿Quién puede vivir sin la certeza de saber quién es? Entonces deja de luchar y se abandona al dolor del silencio y la angustia repetida. Una y otra vez, hasta que al despertar, todo vuelve  a comenzar.