Ecos de Mi Onda

Historieta en el Retrovisor: experiencias vulnerables

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De las remenbranzas de un joven de lo setentas donde: «Los cuates de mis cuates son mis cuates», y de la vulnerabilidad vivencial, al compartir las experiencias propias.

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Disfrutar de todos los placeres es insensato; evitarlos, insensible.

Plutarco

Guanajuato, agosto de 1974

A Luis le dio por juntarse con Sergio debido al alejamiento de su gran amigo Mario, quien atribulado por los conflictos amorosos con su novia Claudia lucía patéticamente deprimido. Se consumía la cordialidad fraterna entre ambos y Luis sentía una especie de resentimiento, que no le comentó a Mario por prudencia, pero asimismo para calibrar si la coraza de su amigo era insoluble a la amistad de tantos años. Si no se abría para platicarle sus penas, entonces Mario nunca lo había estimado lo suficiente como para tenerle confianza, con la oportunidad de brindarle el consuelo de un verdadero amigo. En consecuencia optó por alejarse –No puedo andar con un zombie apendejado al que le dieron toloache– pensaba con enfado.

los-chicos-de-la-flor-02Sergio era la otra cara de la moneda de Mario, desgarbado, disipado, bromista, con  fama de pacheco, que a Luis le causaba gracia pues era un tipo diferente al círculo normal de amigos con los que solía convivir en la escuela de Química. Una tarde que regresaron a la casa de asistencia, después de dar la vuelta por el jardín, tomarse un café en el Pingüis y fisgonear en una tienda de discos, Sergio se aflojó la camisa y sacó de entre la cintura del pantalón dos discos de 45 revoluciones, uno de los Rolling Stones y otro de Gilbert O´Sullivan –Épale ¿Cómo le hiciste Checo?, no jodas, si te cachan nos cargan a todos al tambo– le reclamó Luis –Jejejé ¿cómo crees? Mira…– Abrió un cajón del ropero y mostró ufano la extensa colección musical de su delincuencia –Sólo hay que estar calmaditos, serenos y ser rápido de reflejos mi buen.

Esa actitud de atrevimiento en cierta forma le atraía y a la semana siguiente que fueron a la tienda de discos, Luis sudaba por la intención de imitar a Sergio, tomaba un disco, luego otro y fingía leer la funda, pero observando a las dependientas para en cuanto se descuidaran ¡zaz!, esconderse el disco bajo la camisa. Pero no sólo se necesita rapidez, quién sabe, tal vez sea alguna habilidad genética, pero la dependienta empezó a gritar –¡Se está robando un disco! Descubierto se lo sacó apresuradamente y lo devolvió al estante, lo que lo delataba aún más. Para su suerte, la encargada sólo lo miró y pidió a la compañera que se calmara, que ya lo había devuelto. Sergio observó cuando Luis salió de la tienda con la cola entre las patas y sintiendo una opresión que le quitaba el aliento, pero mucho más la detestable humillación de ser sorprendido en flagrancia. En realidad sólo lo hacía por juego, podía comprar el disco de Santana que había seleccionado, de ninguna manera era un ratero. Caminó presuroso hacia su casa y se encerró en el cuarto, apenado, sudoroso, rumiando la rabia de haber intentado emular la estúpida intrepidez de Sergio, quien al encontrar a Luis por la tarde y verlo tan compungido, no le confesó que él sí se había robado un disco, pero tratando de desagraviar el mal momento, al día siguiente le invitó a una fiesta en casa de un amigo llamado Sebastián. El estudiante simpático y responsable, no tenía intenciones de irse de pachanga, pero finalmente se convenció de que estaba bien, no tenía nada más que hacer, ni tampoco alguna tarea pendiente por terminar, así que aceptó la invitación. Llegaron a la casa de Sebastián, un pequeño departamento por la Calzada de Guadalupe y al entrar encontraron una salita atestada, debido al pequeño tamaño del espacio, por una docena de personas ataviadas al estilo hippie, tomando cerveza y fumando al grado que el humo denso se podía cortar en bloques. Sergio saludó a Sebastián y le presentó a Guicho como un cuate a toda madre –Los cuates de mis cuates son mis cuates– los invitó a pasar y a sentirse en confianza.

812Ambos se integraron al grupo, pero después de dos cervezas empezó a sentirse fuera de lugar, no estaba cómodo viendo como todos reían y contaban anécdotas con un lenguaje críptico. Fue por otra cerveza y cuando regresó se acomodó nuevamente junto a Sergio. Uno de los chavos sacó de su bolsillo un churro de marihuana que sujetó con una pincita plateada y después de darle dos fumadas lo pasó al compañero de al lado y así llegó hasta Sergio quien inhaló con deleite, mmfmmf ahahahsss, luego se la pasó a Luis y las tres cervezas que se había tomado fueron suficientes para eliminar las aprensiones de la primera experiencia y le dio una buena fumada al estilo de Sergio. Se acordó de Playa Azul cuando hacía tres años había estado con sus tíos y primos; iba con Marco y entraron a una palapa y pidieron unos refrescos, dejó la cajetilla de Raleigh sobre la mesa metálica, de pronto un tipo le pidió un cigarro y Mario se lo obsequió preguntando si quería lumbre, el individuo le dijo que no y le agradeció depositando en su mano lo que advirtió de inmediato como un porro empaquetadito –¿Es marihuana verdad?– le pregunto Marco –Tírala cabrón, nos van a cachar ¿No viste? afuera hay soldados. Sin embargo, salieron de la palapa y caminaron por la playa solitaria y frente al mar prendieron con dificultad el cigarrillo debido al fuerte viento y apenas sí la probaron por primera vez, pues les agarró una tos que casi los hizo vomitarse, así que tiraron el resto y lo enterraron en la arena, asustados por el olor a petate quemado que se desprendió al encenderlo y que pensaron que los  podía delatar si se impregnaba en la ropa. Se metieron al mar y hasta hicieron buches con el agua salada.

En la realidad de la fiesta, se esforzaba por interpretar el rollo de la charla, que le parecía un parloteo indescifrable que a todos hacía reír a carcajadas y él seguía la corriente como idiota, como en el cuento de los chistes numerados –¡El dieciocho! Jajajaja, ¡el catorce! Jajajaja– Le pasó la yerba a un camarada que estaba a su izquierda y este a Sebastián, quien recibió una pizca de no más de tres milímetros y sin aspavientos, con la maestría que genera el arte, le dio la última inhalada, honda, hasta que desapareció el churrito en un rescoldo que se apagó en cenizas. Se animaba más el ambiente y seguía la música y tras Led Zeppelin, Allman Brothers, Pink Floyd, Grateful Dead, The Doors, resultó inverosímil que alguien se atreviera a poner un disco de Dionne Warwick. Una muchacha le pasó un brazo sobre los hombros cantando con entusiasmo –What do you get when you kiss a guy? You get enough germs to catch pneumonia. After you do, he´ll never phone you, I´ll never fall in love again. Ninguno de los demás camaradas del convite hizo coro, y es más, casi al terminar la canción, el encargado de la consola quitó el disco con un notorio rasgar de la aguja sobre el acetato, para poner un elepé de un bluesero para Luis desconocido. Luego trató de conversar con la chica romántica, pero se decepcionó cuando vio cómo se abrazaba y se besaba cariñosamente con uno de los hippies invitados.

De plano no cabía en aquella atmósfera pesada, se fastidió de buscarle la cara a Checo para conseguir una cuba y de la yerba ni hablar, habían cerrado el círculo gregario. Así que sin avisarle simplemente salió y fue recibido por una brisa de aire puro refrescante, adentro se sentía un poco ebrio y alumbrado, pero era psicológico, se persuadía –Cuatro cervezas y dos pasadas de yerba no podían ser suficientes para vencer su vigorosa resistencia.

Bajó solitario como a las dos de la mañana caminando con las manos metidas en los bolsillos por la Plazuela de la Alameda, el aire despejó su cerebro en la bajada. En la oscuridad  salieron unos perros bravos que le hicieron tomar distancia y agarró unas piedras que lanzó a los canes para espantarlos. Continuó por Carcamanes hasta llegar a la iglesia de San José, dobló a la izquierda hacia el Baratillo y encaminó el andar hacia la Pasadita en donde pidió tres burritos y una coca cola. Saludó a unos amigos igualmente desvelados y al terminar de consumir con rapidez sus alimentos hostigado por el hambre, se dirigió a casa, se recostó en el borde de la cama y durmió profundamente sin quitarse la ropa ni los zapatos. Despertó tarde y con desesperación se percató de la hora, había perdido la clase de Química Orgánica de las siete. Presuroso se levantó y se duchó rápidamente, se vistió con ropa limpia y corrió a la clase de ocho. En el caminó encontró a Mario, taciturno por los problemas con Claudia en los últimos días y apenas cruzaron algunos comentarios.

Los amigos hubieran querido platicarse sus vivencias, pero no se atrevieron por la idea equivocada de mostrarse vulnerables. Nadie experimenta en cabeza ajena y si hay caídas hay que aprender a levantarse.