Histomagia

La puerta del cuarto de la abuela

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De la insistencia de algunas almas de quedarse en su lugar favorito para toda la eternidad.

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La arquitectura colonial es uno de los distintivos de Guanajuato. El estilo español que tiene patio en el centro y alrededor los cuartos intercomunicados, pasillos amplios internos y externos, es muy común en esta ciudad. Casas levantadas en peña, con sus pasillos techados con teja de barro, con habitaciones de techos altos, muy altos, muros de adobe, y pesadas puertas de madera que amenazan quedarse abiertas por siempre, tienen historias que contar, historias que rayan en lo fantástico, en lo inesperado, en lo terrorífico.

Gisela, una alumna mía, me ha contado una historia de su adolescencia que nunca olvidará. Me dice que una amiguita suya, hija de uno de los profesionistas más reconocidos del pueblo, dueño de una exhacienda en el barrio de Pastita, una noche la invitó a ella y a sus amigos a hacer una pijamada. Me dice Gis que los padres de su amiga les dejaron a su disposición para pernoctar, el enorme cuarto de la difunta abuela para poder dar cabida a todos los adolescentes que en ese momento estaban expectantes y fascinados por ser uno de los primeros momentos de salir toda la noche con el permiso de sus padres.

Así, todos estaban en la algarabía que se hace cuando se juntan almas jóvenes, y al poco tiempo, dispuestos ya a dormir, pues el cansancio del día de escuela y la expectativa de esa noche, empezaron distribuyendo los espacios para descansar, cuando, de pronto, en la callada noche, sin estar haciendo viento, ni estar alguien cerca en esa sección de la hacienda, la pesada puerta del dormitorio se cierra sola ante los atónitos y desorbitados ojos de los adolescentes quienes, sin más, al ver tal fenómeno, escuchar el rechinido de las bisagras y la fuerza del portazo, salen disparados del cuarto, corriendo en tropel para refugiarse unidos, juntos, en el patio exterior de la casona en plena madrugada. Sintiéndose a salvo, todos a la vez comentan el hecho, de si: “¿viste?, jamás me había pasado, ¿qué sería?, noooooo ¡qué miedo!”. Entre risas nerviosas y la decisión de mejor ya irse de ahí, caen en la cuenta que sus mochilas se quedaron en el cuarto, y los “no puede ser”, “mejor ya dejamos todo ahí”, “yo ni loco regreso” y demás que se hacen escuchar ante el temor de encontrar otra vez algún fenómeno como el que acababan de vivir, discuten quién o quiénes serían las personas que irían por sus cosas. Deciden enviar a alguien que se proponga a sí mismo por las mochilas e irse de una vez por todas de la exhacienda. Gis se ofrece para ir por ellas de inmediato. Un amigo le dice que él la acompaña. Todos, calladitos ante la valentía de sus compañeros por lo sucedido, ven, con horror, cómo los dos, pasmados de miedo, regresan con pasos lentos, mirando hacia adentro del pasillo, buscando y  esperando y no encontrar al culpable de cerrar de tal manera y con tal fuerza la puerta del cuarto de la abuela. Sigilosamente se van acercando a la habitación, dando pasitos, y haciéndose la señal de “silencio” con el dedo índice sobre sus labios, eso sí, y pensando en la estrategia de cómo salir de ahí sin morir en el intento.
Gis y su amigo cuchichean entre sí: “llegar, tomar las mochilas y salir rápidamente, sin mirar atrás”. Y así lo hacen. Llegan, abren con mucho trabajo la pesada puerta, entran, toman las mochilas de sus compañeros lo más rápido posible, y ya con su valiosa carga, salen de ahí; pero en cuanto salen, la puerta de madera antigua se cierra estrepitosamente tras de sí, como aventándolos hacia afuera. El miedo los traiciona, gritan y aterrados, los dos jóvenes corren, pese el miedo que sienten al oír a su paso por el largo pasillo -que en ese momento pareciera estrecharse ante sus ojos- cómo  las pesadas puertas de madera de cada uno de los cuartos se cierran violentamente, como si algo o alguien les dijera: “fuera de aquí”, era obvio que no los querían en ese maldito lugar.

Tropezando entre ellos, dejando caer unas mochilas, y recogiéndolas al instante, como pueden, salen al patio donde están sus compañeros, quienes ante los estrepitosos ruidos de las puertas golpeándose y los gritos, les vociferaban con todas sus fuerzas que salieran, que ya salieran y se olvidaran de las cosas. Los ven salir, se acercan a ayudarlos con la carga y toman cada uno su mochila. Su amiga, dueña de la casa, trata de que se calmen, y les dice que no tengan miedo, que de seguro es su abuelita que desde que murió, su espíritu sigue en esa casa, que en verdad no les hará daño. Ellos no la escuchan y salen corriendo para bajar por toda la calle arbolada del barrio de Pastita hasta llegar a Embajadoras donde ya, sintiéndose a salvo, cada uno habla a sus padres para que los recojan y, de una vez por todas, terminar con esa espeluznante noche, que jamás esperaban terminaría así.

Como ves, Gis y sus amigos, salieron sanos y salvos de esa aventura en esa hermosa exhacienda que aún alberga muchos de los secretos y las almas de sus antiguos habitantes. ¿Quieres conocerlas? Ven, lee y anda Guanajuato.