Ecos de Mi Onda

Bailar es Soñar

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Hilvana un elogio a la música y a la danza, así como a todos los que participan en la coreografía del giro del mundo realizando con amor sus actividades cotidianas, el movimiento de cuerpos que buscan en la armonía, la paz, la libertad y la justicia soñadas para la humanidad.

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Nunca des una espada a un hombre que no puede bailar.

Confucio.

La famosa coreógrafa y bailarina estadounidense Martha Graham (1894–1991) expresaba que la danza exploraba la esencia espiritual y emocional del ser humano, para convertirse en el canto del cuerpo tanto en los momentos de alegría, como de dolor. No se cuenta con evidencias tangibles de que desde sus orígenes, el Homo sapiens dedicara tiempo a mover el cuerpo con cadencia, pues eso significaría remontarse a más de ciento cincuenta mil años, para dar cuenta de los primeros años de la aparición de este animal social. Sin embargo, si nos ponemos a fantasear con el pasado prehistórico y con base en las descripciones encontradas en las pinturas rupestres, como las de la gruta francesa de Le Gabillou, en la que se ve representado el perfil de una figura humana paleolítica vestida con piel de bisonte, flexionando las piernas en actitud danzante, no es descabellado imaginar a un hombre o una mujer de épocas más remotas, que tras una carrera para escapar de un peligro, advirtieran el compás de los latidos del corazón excitado, intercalado al ritmo de la respiración  agitada por el esfuerzo, y tal vez –sigamos imaginando– ya a salvo asentados en un refugio experimentaran la alegría de sobrevivir y la convirtieran en movimientos sincronizados de brincos, giros y torsiones de alborozo, percatándose además que podían reproducir los compases de su intrínseco funcionamiento orgánico golpeando ciertos objetos. Por otra parte, me gusta pensar en la posibilidad del origen del baile, en el ritmo sincopado de dos corazones estrechados en una noche iluminada por la luna, en pleno cortejo amoroso envueltos por la esfera musical de los cuerpos en movimiento armónico, el balanceo, un paso a la izquierda, un paso a la derecha, música y danza, el ritual de la mágica dualidad indivisible.

El baile va más allá del simple ejercicio físico, o del movimiento estético de un cuerpo acompasado con la música. Es un sentimiento interno que aflora exteriormente para comunicarse hacia el ambiente circundante, en comunión con la naturaleza y los seres humanos, invitando a interpretar el lenguaje corporal y a incorporarse al efluvio musical dejándose llevar por el hechizo de las ondas sonoras que asimilan los organismos, para transformarse en movimiento. No se necesita tener escuela para poder bailar, es sencillamente ondular con los sonidos que flotan en el aire para flotar con ellos. Cuando esto ocurre y las sensaciones son auténticas, el cuerpo, la mente y el espíritu se liberan de los sentimientos perversos, porque existe armonía, es decir, la proporción justa de los valores y deseos, amor, paz, libertad, concordia. Cuando se baila no se puede hacer la guerra.

Con esto no me refiero al desarrollo de las danzas rituales de los primitivos grupos sociales del neolítico, aprendidas y transmitidas generacionalmente para rendir culto a las divinidades en búsqueda de beneficios en la salud, en la caza, en la guerra, o en cualquier actividad relativamente rentable, sino a esa reacción espontánea atemporal, como la que se percibe hoy, particularmente en los niños, al pasar un domingo en la mañana por el jardín de la Unión, cuando la Banda Filarmónica del Estado ofrece su función festiva, inundando el espacio de melodías y ritmos contagiosos (el baile, preludio de emociones distendidas), o en aquellas románticas tardeadas cuando al escuchar una melodía amorosa, nos impulsaba con las piernas temblorosas a invitar a bailar a una bella joven que ansiosa movía los pies bajo la mesa, esperando precisamente la anhelada invitación (el baile, preludio de emociones intensas).

Pienso que todo el mundo está en la posibilidad de bailar. En la frase de Confucio que nos expresa que nunca se le debe dar una espada a un hombre que no puede bailar, debe referirse a aquellos seres humanos que construyen una barrera para aislarse de lo que consideran actos ridículos, signos de debilidad frente a las cosas verdaderamente importantes de la vida, actitudes de gente frívola e irreflexiva, aun cuando hasta una época reciente se aprendían las danzas de salón, pero sólo para lucir premeditadamente la gallardía en función de constituirse en los solteros codiciados para desposar a las hijas herederas de las familias poderosas, nunca para dar rienda suelta al encanto desenfadado del vértigo giratorio que se infiltra en el cuerpo a través de los poros, induciendo la felicidad efímera de los lapsos coreográficos.

De esta forma, un hombre inmune a la seducción de la música, un hombre a quien sus prejuicios no le conceden el permiso de bailar, que bloquea conscientemente la manifestación de sus expresiones corporales y que se niega a compartirse y fundirse en el fluido disolvente, puede tener, sin que esto se constituya en una regla general, un aprecio desmesurado de sí mismo y de los códigos de sus actitudes y conductas. En esas condiciones, la felicidad sólo le pertenece al que triunfa en el fragor de las batallas, en las que no hay lugar para los débiles, los que pierden fácilmente la concentración y el control de sus emociones.

Se entiende que no se trata de la condición anormal de pararse a bailar nada más porque sí, como si se tratara de lunáticos, ni de constituirse en una farra ambulante, sino de una actitud naturalmente predispuesta a la sensibilidad emocional, parte integral de los sentimientos humanos generados a través del desarrollo armónico que conduce al equilibrio del cuerpo, del alma y del espíritu en el ser humano, contrapuesto a la rigidez megalómana de un marco normativo, que tiende a discriminar y a sojuzgar los procederes que se alejan de sus convencionalismos. Aquellos que pretenden tomarse todas las cosas de la vida muy en serio.

Por otra parte, la sensibilidad polifónica no está reñida con la seriedad. De no ser así nos perderíamos de la danza como movimiento intelectual, que llevó a elaborar las teorías y manuales prácticos de la danza como profesión, con genios como Domenico Piacenza, considerado el primer coreógrafo de la historia, estableciendo los elementos fundamentales del ballet en el Renacimiento y que ya para el siglo XVII integraron las condiciones requeridas, para evolucionar hacia la dance d´école, al fundarse la Real Academia de la Danza en París, redondeando el concepto, desde los espacios, escenografías, coreografías diseñadas específicamente para obras musicales, y toda la técnica dancística con las cinco posiciones básicas, que persiste con ciertas variantes hasta nuestros días. Paradójicamente, hasta en esta misma profesión es posible encontrar bailarines de alto nivel técnico, pero que se ajustan al refrán de Confucio, cuando priorizan asumir el poder protagonista, sobre el espontáneo regocijo corporal de la danza.

La mitología griega nos heredó a las musas, inspiradoras de la creación artística, destacando Terpsicore entre las nueve, joven divinidad bella y esbelta hija de Zeus y Mnemósine, e inspiradora de la danza en cuanto a la creatividad dinámica en el espacio de expresiones corporales conjugadas con el ritmo en la secuencia del tiempo. Pero debe ser la misma Terpsicore quien baja al mundo ordinario, para provocar en el humano ordinario, las sensaciones que trascienden al bailar, la gracia de los movimientos rítmicos, las genuinas sonrisas de alegría placentera, la magia del acercamiento de los cuerpos cautivados por la música y el amor que prevalece en el espacio. Eso debe ser para Confucio, lo que significa poder bailar.

Puede decirse con certeza, que buena parte de la solución en los conflictos raciales de los Estados Unidos a mediados del siglo pasado, fueron los ritmos afroamericanos, blues, ragtime, jazz, góspel, soul y la fusión con la música blanca para crear el rock and roll y todas sus derivaciones posteriores. La música y el baile como factor de cohesión social sin distinciones de raza, credo, niveles sociales o inclinaciones políticas, rompiendo las barreras construidas por los que no pueden bailar. Como no recordar las penurias de los estudiantes negros admitidos en las universidades estadounidenses, especialmente sureñas, frente al acoso de estudiantes y profesores racistas, a mediados del siglo pasado. Como no recordar la integración gradual de blancos y negros para escuchar los conciertos de rock en la década de los sesenta, que fue desvaneciendo la imposición de sitios raciales apartados.

Muchas veces la sencillez es la clave y recuerdo con agrado un ritmo que aún en la actualidad cualquier persona, sin importar edad o nacionalidad, al escucharlo no le queda más remedio que bailarlo, pues está al alcance técnico de todo el mundo. Ese ritmo que tuvo un boom efímero, pero que surge frecuentemente en las fiestas de todo tipo de celebraciones es el twist. Blancos, negros, morenos, amarillos, niños, adultos y hasta ancianos mezclados sin prejuicios, torciendo ligeramente la cintura, moviendo los brazos y las piernas al compás de la música, siempre con las sonrisas reflejadas en el rostro, olvidando por un breve momento la capacidad de odiar, apartar, humillar, todos al nivel de la dignidad humana, como poseídos por la inspiración de Terpsícore. Ese es el espíritu del baile, hacer de un sueño una realidad en medio de la crudeza que exhibe la condición humana.

Un elogio a la música y a la danza, así como a todos los que participan en la coreografía del giro del mundo realizando con amor sus actividades cotidianas, el movimiento de cuerpos que buscan en la armonía, la paz, la libertad y la justicia soñadas para la humanidad.