El Laberinto

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A los Álvarez

Esa hermosa la sensación de pertenecer, haber vivido en la misma casa que tus abuelos y padres, que las familias de alrededor se conozcan entre sí y al ver a alguien le pregunten de quién es hijo o nieto o le encuentren el parecido sin necesidad de preguntar, tener a todos tus parientes en el panteón local, heredar recetas, conocer todos los rincones del pueblo.

Ha de ser lo máximo… pero de manera natural nunca la he vivido y supongo que es lo que sentimos aquellos que somos descendientes de migrantes, los que hemos sido ligeramente nómadas o todos aquellos que cargan con la ambivalente realidad de vivir en una ciudad donde nadie se conoce y que crece más rápido de lo que a nivel personal alcanzamos a asimilar, pero menos de lo que a nivel colectivo nos multiplicamos. Es decir, los que vivimos hacinados anónimos y medio perdidos.

Es tal vez por ello que algunos hacen la lucha, de manera consciente (o no tanto) de buscar pequeños puntos de apoyo, de identidad, que con el paso de los años crecen y toman forma, es decir toca sembrar nuestras propias raíces bajo el riesgo de morir despersonalizado, solo o creyéndose algo que no es (o las tres, que la tragedia no tiene límites).

Para ello los desarraigados se conectan con el espacio y las personas cercanas, mediante diversas estrategias que se basan principalmente en la creación del apego a través de la rutina, la transformación o marca del lugar, la interacción y el gusto.  

Cada uno de estos mecanismos, que suelen combinarse entre sí, generan identidades que incluso entran en juego al interactuar con los demás. Para muchos, entonces, uno es de donde se encentran sus tacos preferidos, de ahí a donde fue a la escuela, de donde le gusta que le corten el pelo o de donde se siente más seguro al pasar por la calle.  Mi lugar de arraigo lo vine a encontrar a los dieciocho años, en donde estudié la prepa, y fui consciente de él hasta los 26, cuando se me ocurrió mudarme del otro lado de la ciudad y casi me muero de tristeza por que todos los helados me sabían a agua.

Lo que yo nunca había pensado es que estas formas de pertenencia tienen una característica con la que yo no contaba y es que, van más allá de la vida y de las personas. Me explico.

Hace más de diez años que mi abuelo solía llevarnos a la cantina “El Dux de Venecia”, nos invitaba a todos a comer y a disfrutar de la hora feliz. Recuerdo estas visitas con mucho cariño por que todos cantábamos, bailábamos y brindábamos juntos al abrigo de un sitio dónde a él lo conocían y tenía ciertas licencias y privilegios.

El fin de semana pasado y después de mucho tiempo, se me hizo volver al sitio a probar su bebida típica y ver qué tanto habían cambiado las cosas. Fue grande mi sorpresa al encontrar que el sitio luce casi idéntico, salvo las pantallas planas que ocupan el lugar de las teles panzoncitas, que la carta ofrece los mismos tragos y que los meseros han envejecido bajo sus techos.

Pero todos estos detalles materiales no se comparan con el hecho de que ahí me pasó algo que nunca me había sucedido en ningún pueblo o ciudad, esa hermosa la sensación de pertenecer, haber bebido en la misma cantina que tu abuelo, que los parroquianos de alrededor se conozcan entre sí y al escuchar tu historia te pregunten como están el resto de tus parientes o te busquen el parecido, heredar manías al pedir canciones y bebidas, y conocer todos los rincones del bar. Le agradezco a mi abuelo Felipe por sembrar esas raíces para todos sus descendientes, no cabe duda de que vivir es recordar, y no tanto al revés que, si no te quedas sentado llorando y que los mejores lugares somos nosotros, donde quiera que estemos.