El Hilo de Ariadna

Oxígeno, objeto del deseo en tiempos de Covid

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La alarma comenzó conmigo, una noche decembrina de fiebre, escalofríos y tos. Inflamación de garganta, fue el diagnóstico del médico; buena saturación de oxígeno no sugiere Covid-19, “pero si es abajo de 90, cuidado”, advierte. Termino el tratamiento, mas persisten los malestares. Vuelta al consultorio, ahora con una doctora: “Saturas bien, pero sí deberías hacerte la prueba”, apunta, “y en todo caso, enciérrate dos semanas”. Me llega a la mente que pocos días atrás estuve cuidando a un primo enfermo en un hospital Covid.

A los pocos días, mientras mis molestias disminuyen, una amiga cercana, que frecuenta la casa y ayuda en múltiples tareas, comienza con los suyos: fiebre, tos, cuerpo cortado. Acude a su médico y también satura adecuadamente. Deportista consumada, supera lenta pero firmemente el padecimiento, que la atosiga por dos semanas. Mientras, una trágica noticia: un amigo de un grupo musical al que pertenecí en mi juventud fallece víctima de Covid, segundo del clan en 2020, pues la terrible enfermedad se llevó a otro a mediados del año.

Las alertas empiezan a sonar fuerte en la tercera semana de noviembre, cuando mi madre, con quien vivo, comienza a mostrar síntomas. A sus 84 años e hipertensa, preocupa. Adquirimos el primer oxímetro (llevamos tres a la fecha) y satura bajo: 84. Acudimos al ISSSTE y el diagnóstico inicial, previa radiografía pulmonar, descarta Covid. ¿No eran aún claras las señales? El análisis posterior de otro profesionista de la salud afirma que sí, que desde entonces eran evidentes. Queda el beneficio de la duda.

El caso es que Doña Luz (mi mamá) es devuelta a casa con tratamiento preventivo. Pasa un día, luego otro y el deterioro de su salud es evidente. La llevamos nuevamente a consulta, esta vez al Hospital General. La nueva radiografía muestra un daño pulmonar mayor y es internada con oxígeno, poco de momento. Le hacen prueba para SARS-Cov-2, pero los resultados tardarán: el laboratorio, ubicado en León, está saturado.

Los protocolos son estrictos: ningún familiar puede acompañar a los sospechosos de Covid; literalmente, me corren. Le aseguro que estará bien, pero ella no se muestra convencida. Se queda un par de días. Según los informes, evoluciona favorablemente. Sin embargo, al tercer día, comienza el caos: sola, se siente abandonada. No sabe usar un celular y se rebela. Se arranca mascarilla, suero y medicamento. Nos llaman y un hermano logra tranquilizarla.

Sin embargo, al anochecer vuelve a las andadas. Quiere huir. Prácticamente nos vemos obligados a sacarla, ante la opción de emplear un sedante que podría calmarla pero igual puede ocasionarle un paro cardiorrespiratorio, debido a sus condiciones. El médico de turno la devuelve a casa con tratamiento que incluye oxígeno, pero no precisa cuánto ni cómo, sólo indica “alto flujo”. ¿Qué significa eso? ¿Cómo se administra? ¿Dónde se obtiene? Nada sabemos, nada nos dicen.

Los medicamentos los suministra el propio hospital, pero el oxígeno es el quid. Una sobrina consigue un concentrador; otra, enfermera, nos enseña a usarlo, pero no parece ayudar mucho; los niveles de saturación caen por tres días seguidos. Comenzamos a temer lo peor. Al cuarto día, por fin llegan los resultados de la prueba: es Covid-19. Llamamos a un médico, que da la primera luz: el oxígeno debe administrarse a niveles que permitan al menos 90 de saturación.

Todos en pos del fluido

Nos enteramos por fin de que el concentrador sólo da hasta 5 litros de oxígeno por minuto. Mi madre, evidentemente, requiere más. Entonces toda la familia, hijos y nietos incluidos, se empeña en una búsqueda frenética para saber cómo conseguir el fluido vital: se puede rentar un tanque, previo depósito de 4 mil 500 pesos, más la carga que está en casi 700 pesos. Pero hay que ir a León para hacer los contratos de renta; en Guanajuato y Silao sólo hay recargas.

Nos trasladamos a la urbe leonesa y allí nos hacen observar que el “alto flujo” de la receta no dice nada, que debemos indicar exactamente cuánto requerimos. Es frustrante. La llamada fortuita de una prima, también enfermera, resulta vital. Tras enterarse del estado de salud de su tía, nos dice que puede conseguir dos tanques grandes. Vamos de vuelta a Guanajuato por ambos.

El médico indica 10 litros por minuto. Un rápido cálculo da idea de la magnitud del problema: a ese ritmo y volumen, consumirá tanque y medio de 10 mil litros cada día, lo que obliga a una operación logística enorme y a una fuerte erogación financiera. Pero no hay alternativa; el especialista es claro: un hogar no tiene condiciones clínicas adecuadas. Se hará lo posible para salvarle la vida, pero las probabilidades son 50-50, señala.

Explica con claridad lo que otros médicos debieron decir: el oxígeno hace la función de los pulmones dañados para evitar que colapsen debido al esfuerzo, lo que obliga además a usar medicamentos de apoyo, entre ellos uno —caro y escasísimo— que evita coágulos pulmonares. ¡Quién lo iba a decir! Un fluido que la generalidad de los seres humanos obtenemos sin problemas de repente se hace indispensable por culpa de un virus solo visible con microscopio.

Para colmo, uno de mis hermanos menores es internado en el ISSSTE, también por Covid-19. Pasará una semana en lucha por recuperarse, hasta ser enviado a terminar el tratamiento en casa. Y aún hay gente que piensa que no existe. Increíble. Afortunadamente, va restableciéndose. No corren la misma suerte familiares de otras personas queridas: se suceden las noticias de decesos por el mal que ha cambiado nuestras vidas.

Entretanto, la suerte de mi mamá comienza a cambiar. Requiere, paulatinamente, menos oxígeno. Baja a nueve litros por minuto y luego a ocho. Aún es mucho, pero, al fin derechohabiente del ISSSTE, la institución hace maravillas pese a la escasez y la demanda, no sólo atendiendo de la mejor forma posible a los internos sino subrogando el oxígeno para Doña Luz. El panorama se vuelve menos oscuro.

Mi madre, fuerte pese a su aparente fragilidad, supera en tiempo récord sus niveles de saturación. Se preveía que iba a necesitar de seis a 10 semanas para rozar 90, pero lo consigue en la mitad de tiempo, aunque aún no se puede cantar victoria y queda largo camino para la recuperación pulmonar. Además, muy probablemente quedarán secuelas, pero sobrevive.

En redes se multiplican los llamados de desesperación en busca de oxígeno; hay largas filas en todos lados e insuficiente producto; se carece de los tanques necesarios. Encima, las empresas que lo venden operan sólo medio día los sábados y descansan los domingos. En Guanajuato, el alcalde (al que muchas veces he criticado) tiene el acierto de destinar el oxígeno con que cuenta el H. Cuerpo de Bomberos a rellenar sin costo cilindros portátiles. Pronto, la demanda supera las existencias.

Uno considera que, ante la emergencia, algo debería hacerse: aumentar el suministro del fluido a los expendios; fabricar más tanques de todos los tamaños; comprometer a las empresas a implementar mecanismos para surtir en fin de semana; establecer servicio de envíos a domicilio. La situación es extraordinaria y demanda medidas extraordinarias.

Solidaridad

El presente escrito es un indicio de la dramática situación que viven miles de personas para atender a sus familiares enfermos de Covid-19, con hospitales casi saturados y tremenda escasez de oxígeno. No es divertido y tampoco debería ser motivo de cuestionamiento. No todos se contagian de viaje o yendo de compras. De cualquier modo, se pueden extraer valiosas enseñanzas.

Primero, creo que deberíamos dejar atrás temores infundados de que al hospital se llega a morir. Es claro que la atención oportuna y especializada que sólo brinda un establecimiento clínico puede salvar muchas vidas. Más gente de lo deseado decide “curarse” con remedios caseros —desde el jengibre hasta el dióxido de cloro— y acude al nosocomio cuando el daño está hecho y no hay vuelta atrás.

Atender a un enfermo grave de Covid-19 en casa es válido cuando así lo indiquen los profesionales de la salud. Hacerlo por cuenta propia es arriesgar demasiado y puede ser contraproducente, especialmente cuando obtener oxígeno y ciertos medicamentos resulta casi imposible, sin contar el gasto que representa. Deberíamos valorar mucho más el enorme esfuerzo que instituciones y personal de salud realizan para salvar el mayor número de vidas.

También es cierto que harían bien los médicos en informar de manera clara el porqué de un tratamiento, pues en demasiadas ocasiones —no siempre— tratan a los pacientes y/o a sus familiares como si fueran menores de edad. Señalar, por ejemplo, que la intubación no es una condena a muerte, como creen muchos, sino la manera de hacer llegar de manera más directa y eficaz el oxígeno a los pulmones de los pacientes más afectados.

A mi madre le fue relativamente bien, pero tuvimos la enorme fortuna de contar con una amplia red de apoyo tanto familiar como de amistades. Viejos camaradas, enterados del problema, recabaron generosamente recursos financieros que fueron fundamentales; la familia cerró filas para coadyuvar en lo que podía: aportar dinero, poner vehículos a disposición, obtener informes sobre medicamentos y expendios de oxígeno.

Lamentablemente, no todos tienen esa fortuna. Miles afrontan la situación con medios limitados y resultados funestos. Ojalá, en un futuro no lejano, este país sea menos desigual y podamos construir un sistema de salud óptimo, al alcance de todos, además de forjar una mejor educación, que oriente el actuar de la población en sentido científico y no deje todo el paquete a la Divina Providencia.

(Ben / Enero de 2021)