El Laberinto

Furia de peluquería

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Tengo que confesar algo terrible, he hecho más corajes y vivido muchos más malos ratos en las peluquerías que en casi cualquier lugar, incluidos estadios, filas de trámites, lugares de trabajo hostiles y hasta vagones de metros rebosando humanidades en horas calurosas, simplemente la parte relajada de mi persona no disfruta de esos lugares y prefiere esperar fumando afuera.

Estoy segura que algún día me va a dar una embolia ahí, es casi como si pudiera verme deslizándome del asiento con el cabello mojado y a medio cortar, la deshonrosa cápita de hule aún puesta ante la atónita mirada de las señoras que esperan su turno mirando revistas o platicando entre sí, para caer sobre mis mechones mutilados y dispersos que siempre me provocan un dolor en el corazón al mirarlos, me ha pasado desde niña: esa sensación de saber que lucía mucho mejor antes de entrar, de que no existe algo así como la “descortada” capilar y toda esa entropía, esa facilidad de arruinar sin posibilidad de retorno se quedará  ahí, en lo más alto de mi cabeza, tan a la vista que pareciera que exige opiniones inoportunas como ”me gustaba más largo”  o imbécilmente obvias del tipo de  “te cortaste el cabello”(ahí me dan ganas de responder: vaya, no me había dado cuenta).

En vez de preocuparme por las causas de  estos episodios furiosos, que además repercuten en mi estado de ánimo durante varios días, encontré estrategias para no visitar a peluquero casi nunca, pues cuando se me pasa el coraje pienso  que nadie se merece tener un cliente como yo, de esos que desean golpearte y bombardear con huevos tu local, pero ahora que, después de un par de años de tranquilidad y flequillos mal cortados por mis propias manos, volvió a suceder, le dedicaremos un rato de reflexión, mientras acaricio mi diminuta cabellera.

La cuestión es que normalmente asistimos a estos sitios con una  expectativa, que puede ser una imitación o una idea propia sobre cuál va a ser el resultado, hay que tomar en cuenta entonces tres cosas: las condiciones físicas reales como son el tipo de cara y pelo; la habilidad para comunicar nuestros deseos y las habilidades de entendimiento y corte del peluquero, sin contar su estado de ánimo y cansancio y hasta el filo de las desgraciadas tijeras. En fin, como cuando tratamos de hacer malabares con muchas pelotas, es muy probable que se caigan y el choque entre lo que es y lo que queríamos que fuera, sumado al chivo expiatorio que nos mira desde atrás en el espejo son una bomba mal calibrada, que junto a la vanidad explota y de fea manera.

Lo bueno de todo esto es que se aprende también a gozar la situación con lo que está en nuestras manos, como aprender a peinarlo o cambiar su color y pues de eso se trata cambiar, casi todo el tiempo.