El Laberinto

A donde fueres…

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Hace muchos años pasé un par de semanas en un puerto: una cuando se supone que todos estaban trabajando, aunque en esos tiempos era estudiante, en  la que la  dinámica de la vida era sencilla, comida local, personas compartiendo un acuerdo tácito sobre cómo comportarse al ir a la playa o pasear en el malecón y la siguiente semana ocurrió en vacaciones masivas y el lugar se llenó de personas que tiraban basura, invadían espacios  e incluso surgieron casos espontáneos de puestos de tacos callejeros y de violentas riñas. Nunca más volví a preguntarme por qué les resultaban tan desagradables los turistas, lo viví.

Pensar que la mayoría debe adaptarse a las necesidades o costumbres de la minoría, para los humanos debería sonar completamente descabellado, como querer entrar en una avenida en sentido contrario y esperar que todos giren para que no te estrelles o llegar a una casa ajena, quitarte los zapatos, cambiarle a la tele y poner al perro en el patio porque te molesta y sin embargo, sucede y mucho.

Existen varias maneras en las que el modo de vida de unos pocos se impone sobre el de muchos, pero una sola razón: dinero, que además casi siempre pasa de un bolsillo a otro apenas salpicando a los afectados, que se ven desplazados y discriminados en su propio territorio y que en el mejor de los casos terminan siendo junto con su cultura parte del atractivo, desprovistos de significado.

Una forma de perpetrar esto puede ser a través del turismo, embellecen los puntos de atención, ponen dos o tres cadenas comerciales, rescatan las tradiciones más atractivas y relegan a los habitantes a prestadores de servicios o a simples “extras” de reparto que hacen lucir la escenografía, con el objetivo de hacer que los visitantes se sientan como en casa, pero con locaciones fotografiables.

Otra manera, más violenta aún, es la gentrificación, que encuentra puntos con atractivos geográficos o culturales para encarecerlos al grado de que quienes nacieron ahí ya no pueden costearlos y tienen que irse. Y en ambos casos podemos pensar que es bueno que haya trabajo, que arreglen un sitio o que lleguen divisas, lo cierto es que son situaciones poco sustentables, que terminan por eliminar en primer lugar toda diversidad en modos de vivir, acaban con el sentido de comunidad pues no hay apego, ni permanencia y que finalmente, cuando se ven rebasadas por los problemas que conllevan como la inseguridad o la sobreoferta o que simplemente pasan de moda, se quedan ahí, como un parque de diversiones abandonado. Ejemplos hay muchos.

Con lo que recientemente está sucediendo en la sede mundialista se hizo visible, pues no creo que sea nueva, solo menos común, otra modalidad del mismo fenómeno, un país que a fuerza de dinero atrajo un evento de magnitud mundial para después imponer a los visitantes y patrocinadores sus reglas y me imagino que, salvo contadas excepciones de fanáticos intensos que van con muchos sacrificios, casi todos los asistentes a estos eventos son los mismos que en sus países viven en zonas gentrificadas o que suelen vacacionar del modo antes mencionado, de ahí la indignación. Cayeron en su trampa.