Ecos de Mi Onda

Cuarenta y dos, cuarenta y tres…

Compartir

El crimen perfecto no es aquel que no se resuelve,

sino el que se resuelve con un falso culpable.

Sir John Hurt (actor inglés, como Arthur Seldom, en Los Crímenes de Oxford)

Fueron cientos de estudiantes guerrerenses de la escuela normal rural de Ayotzinapa, Raúl Isidro Burgos, con el uso y costumbre de periódicamente secuestrar camiones y generar inquietud en la región, con fines de manifestar protestas y presentar demandas que nos pueden resultar extralimitadas y con un enfoque discutible.

Ese día, 26 de septiembre de 2014, asaltaron varios camiones y los abordaron para desplazarse en busca de pretensiones manifiestas. Para ellos esto era normal y lo consideran subjetivamente como un acto de justicia social.

Pero ese tipo de acciones son dignas de ser sancionadas conforme a la ley, pues la infringen, provocan desorden y afectan significativamente a terceros. Sin embargo, en vista de las dificultades para tratar de poner orden con estudiantes alborotadores, las autoridades prefieren dar manga ancha a la tolerancia. Si bien algunos guardianes del orden son pacíficos mientras son observados, sólo necesitan una buena oportunidad entre las sombras para darle rienda suelta a su violencia y excederse en sus funciones.

Todos los caminos conducen a un destino y este ya estaba trazado.

La impunidad mancha a la autoridad que le abre camino al desorden. La sociedad le concede a la autoridad la capacidad para guardar el orden, siempre en el marco de los derechos humanos y dentro de los límites de la justicia. Cuando alguien quebranta la ley, la autoridad tiene la obligación de penalizar el acto delictivo, bajo los señalamientos de la jurisprudencia, con una sentencia derivada de un juicio justo, ecuánime, imparcial. Sin embargo, algunas veces la justicia no es ciega y dicta veredictos de manera arbitraria, con la desgracia de encontrar inocentes en las prisiones y auténticos culpables caminando por las calles, con su vida normal, con su latente criminalidad. 

La impunidad abraza a la injusticia y a la corrupción, le va abriendo gradualmente camino a la conducta abusiva y si la autoridad continúa siendo permisible, los criminales se empoderan al percibir la complacencia que la debilita y la pone de rodillas. Lo más grave es cuando se alcanza la condición de que los criminales, en sus múltiples variantes, llegan a introducirse libremente en las esferas de gobierno como poder fáctico, desvaneciéndose así los límites prudentes, en perjuicio de la seguridad de los ciudadanos.

¿Los estudiantes se lo buscaron?, ¿la muerte violenta era el justo castigo a sus desmanes?, ¿debemos pensar que el castigo merecido por un crimen, debe ser más grave que el crimen mismo cometido?

Los estudiantes alborotaban, pero ¿cuál fue la gravedad del móvil como para merecer que los mataran despiadadamente? Podemos pensar que circunstancialmente se vieron envueltos en un crimen de gran magnitud, que involucraba a la delincuencia organizada y a ciertos niveles de gobierno ¿Qué tan grave debió ser esa acción criminal como para tratar de ocultarla y seguir tratando de ocultarla por ya casi diez años?, ¿quiénes estarán realmente involucrados?

Al día de hoy, a ciencia cierta, se desconoce el móvil, no se sabe que pasó con los jóvenes, no se sabe dónde se encuentran, se suponen asesinados, pero no han sido localizados los cadáveres. No se tiene certeza sobre los verdaderos culpables. Debemos aceptar pues, que fueron 43 asesinatos de un jalón y que sus cuerpos fueron desaparecidos ¿Cómo puede ocurrir esto sin dejar rastros?

Desde entonces a la fecha, algunos políticos siguen en la mecánica de disimular y ocultar evidencias, ocultar sus culpas, mientras que otros han tratado de sacar ventajas de la coyuntura, sin que les importe en realidad la gravedad del crimen, ni el dolor de las familias, ni los adversos efectos potenciales que acompañan a la impunidad, con el creciente empoderamiento de la criminalidad en el presente.

Esto sólo puede ocurrir en un estado fallido, en el que prevalece la corrupción e ineficacia en la función de mantener el orden y brindar seguridad a la población, en el que campea la delincuencia y en el que la justicia queda por debajo de los intereses mezquinos. En el que las tragedias sólo sirven para dividir aún más a la sociedad y para que las masacres de esta naturaleza se vayan insertando en la “normalidad”. Frente a este caso simbólico y mediático, a la sociedad sólo le queda ser consciente y reflexiva, no abandonar la indignación y buscar por todos los medios que la ley y la justicia prevalezcan, que no se conviertan en cadáver putrefacto.

42, 43…

Frío húmedo en los dominios de la muerte,

silencio en el arcilloso lodazal,

oscuridad que precisan los espectros

para tratar de descansar en paz

después de la violencia inclemente.

Nunca valieron las súplicas, los llantos.

La desesperación cuando se escapa la vida

hace hincar las rodillas suplicantes,

o que surjan alas de heroísmo

¿Quién lo puede saber?

¿Quién lo puede juzgar?

¿Qué se puede decir de los asesinos?

Engendros del demonio.

Sí, aquí se ve la presencia del demonio,

la maldad encarnada en los cobardes

con su risa de chacales perturbados.

¿Ya ves lo que ganaste hijo de puta

por atreverte a contrariarme?

Paroxismo del cinismo,

del valor generado por la masa,

de los gusanos que se arrastran

lamiendo la carne putrefacta

del alfa cerdo que mejor paga.

¿Cuándo será por Dios

que los humanos optemos por el espíritu?

Porque tenemos un alma

y el compromiso sellado de salvarla

¿Cuándo será por Dios

¡Me lleva la chingada!

de tener un poco de respeto a los hermanos?

Porque pedir que tengamos amor es tal vez demasiado,

dado lo que se aprecia en el presente.

Pero esperar que te mate o que me mates

sin el mínimo asomo de un significado,

eso, eso…

es la degradación flagrante del humano.

Es muy actual la frase del filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955): «El mayor crimen está ahora, no en los que matan, sino en los que no matan, pero dejan matar».