El Laberinto

¿Qué le sirvo joven?

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Imaginemos que los humanos fuéramos autómatas o fotosintéticos, que por lo menos en ese sentido nuestra existencia estuviera asegurada. Puede que si siempre hubiese sido así seguiríamos tal vez viviendo en cavernas y corriendo desnudos por la sábana africana pues los primeros esbozos de organización social fueron precisamente dividir por sexo y edad la dura actividad de procurar el sustento. Eso puede explicar por qué existen tan pocas cosas que unan o separen tanto a los distintos grupos de personas como la alimentación.

En ese acto de llevar comida a la mesa se encuentran condensados el trabajo realizado, el potencial para trabajar en el futuro, todo lo que durante generaciones se ha aprendido del entorno en el que se vive, nuestras relaciones de intercambio en especie pero también en costumbres con otros grupos y el pasado de cada familia finalmente no solo para los nutriólogos aplica el dicho de tú eres lo que comes.

La vida agitada que deja tan poco tiempo, las grandes distancias que dividen un punto de otro, las proporciones y condiciones imposibles para preparar, por ejemplo, barbacoa para desayunar en tu departamento en la ciudad o el simple deseo de cambiar o falta de habilidad culinaria nos hace que todos en la vida tengamos que recurrir a comer en la calle, ya no cazamos ni recolectamos como nuestros prehistóricos antepasados pero aun hay algo de riesgo y de emoción en acertar en el puesto o local que reúna todo lo que queramos como clavar una flecha en un mamut o de entre tanta planta encontrar esa que sabe rico y no envenena.

Entre mis experiencias más peculiares cierta vez encontré junto con mi novio un restaurante en medio de la nada cuyo nombre engañoso debimos tomar como advertencia (llamándose El Mirador no tenia ventanas) donde nos sirvieron un bistek que en realidad era cecina y bebimos una coca falsamente fría y por desgracia, falsamente coca; solo nos faltó pagar con dinero del turista mundial para seguirles el juego. La otra es mas reciente y habla de cierto lugar en el centro histórico donde ufanándose de haber inventado las tortas no le llegaban en calidad a una cooperativa de primaria.

Llámenme aventurera necia o sobrada de fe por la humanidad  pero yo además de repetir experiencias culinarias callejeras positivas siempre estoy a la caza de aquel mágico lugar que haga brincar a mis papilas gustativas junto con mi bolsillo llevándome a la comunión absoluta con el autor o autora de dicho milagro. Esto es tal vez el polo opuesto a comer en una cadena de comida rápida donde la premisa rectora es «más vale bueno por conocido que bueno por conocer», muy sedentario para mi gusto.