Candil de la Calle

Dos crímenes

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Si sufres injusticias, consuélate, porque la verdadera desgracia es cometerlas.

Pitágoras

(Foto: Archivo)

En las siete horas aproximadas que duró la audiencia de vinculación a proceso en contra del presunto agresor de Lucero Salcedo, nunca entendí cómo los servidores públicos de la Procuraduría de Justicia del estado que atendieron su denuncia e integraron la carpeta de investigación, y la juez Paulina Iraís Medina consiguieron tener la certeza probada de que el indiciado no la atacó física y sexualmente con las intenciones de violarla y matarla.

Porque en esa audiencia, celebrada el lunes 30 de septiembre en la sala 3 del Juzgado de oralidad penal junto al Cereso de Puentecillas, tanto la Fiscalía —representante de Lucero en su calidad de víctima y denunciante— como la juez, dieron treinta vueltas al argumento de que el presunto indiciado, Miguel Ángel Jasso, no tenía intención de violarla porque nada más cometió abusos erótico-sexuales (primer delito por el que se hizo la acusación).

Y tampoco tenía el propósito de matarla porque nada más la golpeó de puro coraje cuando ella le dijo que no, se negó tener relaciones sexuales con él, así que el segundo delito del que se le acusa es lesiones.

Me declaro estupefacta.

Tan intrincado me parece comprobar una intención como comprobar que no la hubo.

Pero ése, en este caso, es un trabajo que quedó en manos del personal de la Procuraduría de Justicia, en la que Lucero confió para obtener justicia.

En aras de la cultura de la denuncia —y como lo reconoció la propia Fiscalía en este caso— la presión ejercida a través de redes sociales en las que Lucero compartió su historia y posteriormente de medios de comunicación pudieron haber llevado a las autoridades al camino de la redención.

Es decir, esta era la oportunidad perfecta —un caso en boca de todos, con la opinión pública atenta al actuar de cada instancia, etcétera— para convertirlo en un proceso emblemático por su pulcritud, el trabajo ministerial a fondo, serio, con las herramientas que las nuevas políticas gubernamentales en materia de derechos de las mujeres, de atención a las víctimas y de equidad de género se supone que proporcionan, que para eso han sido tan cacareadas por el gobierno en turno.

¿O no?

Por el contrario, quienes asistimos a la audiencia pública nos dimos cuenta de que, con toda la facilidad del mundo, la víctima puede pasar al lugar del indiciado con sólo tres palabras puestas en la boca y el momento oportuno: “su conducta inmoral”.

Además de la declaración de la joven Lucero, del peritaje del médico legista que consigna sus lesiones físicas y el peritaje psicológico que asienta tajante y rotundo las lesiones emocionales de graves, muy graves secuelas, la confesión de Miguel Ángel no sólo confirma todo, sino que ahí mismo escenificó, a instancias de su abogado defensor que mostró su carencia de recursos, un acto mea culpa: “sí lo hice, pero prometo que no vuelvo”.

A esas alturas, se habían descrito las circunstancias en que se dieron los hechos ante medios de comunicación y toda la pléyade de funcionarios de la Procuraduría de Justicia, Comunicación social del estado, la coordinación técnica del Nuevo sistema de justicia y acompañantes de Lucero.

Pero también se habían expuesto elementos de la vida íntima de la víctima —que no del indiciado— que, a decir de abogados consultados, debieron permanecer como confidenciales por los profesionales que elaboraron los informes periciales, y que sin embargo fueron elementos únicos que sirvieron para que el defensor de Miguel Ángel tuviera sus dos únicas intervenciones, no para argumentar en su favor, sino para marcar con una equis “la reputación” de la joven.

Los comentarios a las notas publicadas y a las páginas en redes sociales dedicadas al caso de Lucero tras su denuncia —siempre diremos valiente porque hablará por tantas que no pueden hacerlo— transpiran una sed de justicia por propia mano, venganza, ojo por ojo y desprecio hacia el sistema de procuración y el de impartición de justicia del estado y del país, que asusta, preocupa y debería ocupar a quienes forman parte de ambos.

Pero no sorprende.

¿Así quién no?