Entre caminantes te veas

Juventud, divino tesoro

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(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

Llegaron por la noche a Guanajuato. Mentirle a sus padres no fue difícil, tampoco era la primera vez que lo hacía. En el autobús hicieron amistad con un grupo de chavos que los invitaron a una fiesta en casa del amigo de alguno de ellos. Fue una locura; la cerveza, el alcohol y las drogas circularon sin medida.

Despertaron juntos en un rincón de aquella casa desconocida. El piso estaba cubierto de cuerpos inconscientes, algunos arriba de otros. El olor era insoportable: alcohol, tabaco, hierba, sudor, vómito… todo junto. La cabeza amenazaba con estallar. Armando evadía su mirada. Cinco años siendo amigos. No recordaba claramente los hechos pero aun sentía la suavidad de los labios de su compañero en los suyos. Salieron en silencio esquivando cuerpos, caos y vidrios rotos.

Era mediodía, las calles de la ciudad estaban tapizadas de personas que iban y venían. Comieron algo después de algún tiempo esperando en la fila para ser atendidos. Armando recogió un cigarro a medias tirado en el piso y lo encendió para fumárselo. “¡Qué asco!” —le dijo— “¿Vas a llevarte a la boca eso? No sabes cuántos virus puede haber en él.”

—Ayer te besé ¿no? —respondió—. Si eso no me dio asco, esto tampoco

Ella bajó la mirada para que no viera la desilusión y el dolor en sus ojos. Después ya no hablaron mucho. Vagaron por todas partes, tomaron más cerveza y se formaron por cinco horas para poder ver el concierto de clausura en la Alhóndiga. Cuando comenzó, las penas quedaron atrás entre la música y el baile. Volvió a sentirse feliz: aplaudió, coreó y gritó hasta que descubrió que quien estaba a su lado no era Armando. Comenzó a buscarlo entre la gente sin encontrarlo. Estaba a punto de caer en pánico cuando lo vio tres gradas más arriba abrazando y besando a una rubia. Se sintió desconsolada, intentaba no llorar, pero fue imposible.

Armando y su chica se abrieron paso para llegar a la salida, antes de desaparecer la buscó con la mirada, le dijo adiós con la mano y le hizo la característica seña que indicaba que le llamaría después. Regresó sola en el autobús. Atrás quedaron las obras de teatro y exposiciones, los conciertos a los que no asistió, el callejón del beso —no quería saber ya nada de besos—, los faroles en las calles adoquinadas y los mimos que cuentan historias que hacen llorar a la gente. Llegó a casa con el alma rota. Sabría semanas más tarde cuando una prueba casera de embarazo se lo gritara abofeteándole el rostro que los besos no habían sido solo besos. La marcaría para siempre el aborto cometido. Tuvo que apelar a su derecho inalienable de hacer con su cuerpo lo que ella quisiera. Pero jamás podría dejar de soñar con lo que pudo haber sido y no fue porque ella lo asesinó. Es entonces cuando vienen a su mente las palabras de ese inolvidable Cervantes que prestó su nombre al Festival que jamás olvidará: “Cada uno es artífice de su propia ventura”.