Candil de la Calle

Los que despiertan

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El hombre es un ser social cuya inteligencia

necesita para excitarse el rumor de la colmena.

Santiago Ramón y Cajal

(Foto: Archivo)
(Foto: Archivo)

¿Qué es una universidad sin sus estudiantes, qué?

Ante la posibilidad expresada —por cortesía política, por protocolo, por guardar las formas, mas no por obligación— por estudiantes, alumnos de licenciaturas de la Universidad de Guanajuato, se les hizo saber este martes a las autoridades en la Rectoría General que se unirían al paro nacional convocado para exigir el esclarecimiento de la desaparición del grupo de estudiantes normalistas de Ayotzinapa, en Guerrero.

Este sería el segundo acto sólido, participativo de la indignación social, generalizada, que nos ha despertado a muchas, a muchos, saber que en el municipio de Iguala, Guerrero, gobernaban el alcalde José Luis Abarca y su primera dama María de los Ángeles Pineda, familia de narcotraficantes y matones; fundadores de una organización delictiva, ambiciosos de extender su periodo de él a ella.

Que dirigieron venganzas, desapariciones, crímenes.

Que fueron arropados por el Partido de la Revolución Democrática, por el PRI, por todo el mundo.

Que expedientes en los que se consignaban denuncias, hechos, estaban desde hace meses en la Procuraduría General de la República.

Que todo el mundo calló. Que ninguna autoridad hizo nada.

Que vino la masacre y la desaparición de normalistas.

Cuenta el periodista John Gibler, lo vino a narrar a los Diálogos Cervantinos en la ciudad de Guanajuato, que los normalistas tuvieron actividad ese día: iban a botear a una carretera para recolectar dinero con el que viajarían a participar en los actos luctuosos de la matanza de Tlatelolco a la Ciudad de México.

Que ese día era el informe de la primera dama —cuyos hermanos fundaron el clan Guerreros Unidos para gobernar mediante el miedo y la violencia— y que no se aceptarían molestias, interrupciones, gritos y quejosos.

Boteos estudiantiles, tampoco.

Que un estudiante quedó tirado sin el rostro. Se lo arrancaron.

Que a otro le dispararon en la boca, se la abrieron.

Que sus compañeros lo llevaron a un hospital privado a unas calles de donde fueron cercados, balaceados a tiro de metralla por policías municipales y por sicarios encapuchados.

Que el médico dueño y director del hospital se negó a atenderlos y llamó a la policía para que los sacaran.

Que llegó el Ejército y los desalojó de la clínica.

Que se grita por esos y tantos jóvenes en Iguala, en Ayotzinapa, en Tlatlaya, en Fresnillo, en Tamaulipas, en Michoacán, en Puebla, en Chihuahua, en Veracruz.

En Guanajuato.

A las autoridades universitarias les ha parecido “demasiado radical” el paro estudiantil y académico. Una “ceremonia cívica” de una hora en la Escalinata del Edificio central, propusieron a los alumnos organizadores de la solidaridad que despierta.

¿En este país cívico?

Por fin, pensamos tantas y tantos, que también nos unimos, que como mínimo, como ciudadanía elemental, acompañamos a esos jóvenes en su encaminamiento hacia la ciudadanía. Tanto adormilamiento, tanta apatía, tanto valemadrismo cobijado por el civismo mal entendido.

Que debajo del disfraz es conservadurismo, apatía, adormilamiento. Valemadrismo y comodidad rectoril.

Demasiado radical es ¿qué? ¿La protesta, el paro, la masacre, las cientos de desapariciones, el aumento del gas, de la gasolina; los narco-candidatos y los narco-alcaldes y las narco-primeras damas; la película La dictadura perfecta; el Cochiloco, un estudiante jalisciense muerto en circunstancias no claras en la ciudad capital?

¿Qué?