Entre caminantes te veas

El último en salir que apague su voz y no mire hacia atrás

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Policías municipalesJacinto esperaba sentado a que su Comandante lo recibiera. Mientras acariciaba el uniforme doblado sobre sus piernas pensaba en esos tiempos en los que portarlo le hacía sentir orgullo por ser mexicano, un hombre comprometido con esa patria por la que tantos dieron su vida para conseguir nuestra libertad y soberanía. Ya no más conquistadores ni conquistados, no más matanzas sin sentido ni sangre inocente corriendo como un río por las calles. El gobierno se encargaba de salvaguardar la seguridad de cada ciudadano, de cada hijo mexicano. Y él era parte de esta noble promesa. ¡Era policía! Y amaba serlo.

A pesar de que el llanto nocturno de sus hijos fue sustituido por el grito iracundo de la sirena, de que sus brazos cercaban delincuentes para someterlos en vez de abarcar a su mujer para hacerla saber cuánto la quería. Y cuántas veces con lágrimas en los ojos rogó a Dios que nunca, jamás, permitiera que nada malo le sucediera a su esposa o a los niños. A él sí, a él todo, pero no a ellos… por favor no.

La cotidianeidad de los delitos comunes quedó sepultada entre los cientos de cadáveres que comenzaron a aparecer en fosas clandestinas en donde los lamentos silenciados de los cuerpos descompuestos escapaban cada vez que la tierra era paleada, las almas de aquellos desgraciados flotaban aún pidiendo justicia, piedad, dignidad preguntándose: ¿Por qué? Como en un mar infame y repleto de desgracias comenzaron a llegar secuestros, extorsiones, robos… demasiados intereses, miedo absoluto, codicia maldita. Una bolsa con dinero apareció un día dentro de su patrulla. La arrojó por la ventanilla sin pensarlo dos veces. ¿Cómo podía el dinero pesar más que las súplicas de las madres huérfanas de hijos? ¿Cómo cerrar los ojos ante tanta desolación y dolor? Es México, mi país generoso y bueno, lleno de música, color y alegría.

Una tarde, un hombre le escupió a la cara, lo llamó asesino. ¡A él! Al Jacinto que trabajaba de sol a sol para velar por ellos. Tanta era la desesperanza y la amargura de las personas. Pero lo peor fue cuando encontró el cuerpo sin vida del gato sobre la mesa de la cocina. Lo pusieron sobre un platón de barro con sus pedazos rearmados acompañados de una nota clavada en su cabeza: “Tus hijos son los siguientes”. Ante eso, nada se puede hacer. No hay ética, no hay sueños, no hay valor posible para afrontar tanta crueldad en soledad. Volvimos a ser conquistados, pisoteados, masacrados y vencidos.

Escuchó su nombre, se limpió la lágrima en la mejilla y entró para entregar su uniforme, su placa, sus insignias y su arma. Se irían al rancho del tío Pedro, a cuidar borregos y ordeñar vacas hasta que la infamia llegara ahí. Entonces sería necesario volver a huir, quizás hasta del país mismo, como lo han hecho muchos, como lo seguirán haciendo tantos hasta que ya no queden más víctimas… el último en salir que apague su voz y no mire hacia atrás jamás.