Entre caminantes te veas

Simplemente Don Pancho

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Entregó la lista de asistencia, los marcadores y el borrador por última vez antes de salir de la escuela. El maestro Pancho ahora sería simplemente Don Pancho, el viejo Pancho que, hoy, terminaba su vida laboral activa y con una pensión ínfima con la que podría sostenerse modestamente hasta que la muerte llegara por él.

plaza de la pazSus pasos trémulos y cansados entorpecían el flujo de las banquetas estrechas de la ciudad, algunos peatones lo pasaban con fastidio y mal humor. Pero él continuaba su camino sin prestar atención porque a fin de cuentas nada podía hacer para apresurarse por la sencilla razón de que su cuerpo estaba gastado y sus capacidades se mermaban cada vez más sin remedio.

Tenía 23 años recién cumplidos la primera vez que alguien lo llamó “Maestro” y cuánto orgullo sintió. Desde ese día criaturas en todos tamaños y presentaciones desfilaron ante él, algunas con más problemas de los que su cuerpecito podía soportar —y sin embargo soportaban—, otros con más dinero del que podían gastar y quienes caminaban para llegar a clases porque no podían pagar un pasaje en el camión. Pero, dentro del aula todos eran iguales, todos eran amigos, todos lo miraban con respeto y admiración, todos eran sus niños.

Y recordaba la carita de Griselda, la que siempre le decía que lo quería, y la de Gabriel que jamás se estaba quieto, la del dulce César con sus ojos tan acaramelados como su corazón y la de la inquieta Carolina y sus mil moños de colores en el pelo. Alejandro y sus problemas de violencia intrafamiliar que se agravaban con la dureza de su madre. Y cómo olvidar a Ricardo que siempre se quedaba llorando al final de los eventos escolares porque su madre jamás asistía. Fue así como vio crecer a Lidia, la secretaria del Gobernador; y a Joaquín, el que atiende la farmacia; al Doctor López y a la Señora Villanueva —que se comía las uñas cada vez que había examen—.

Muchas generaciones habían estado bajo su tutela. Cuántos desvelos, cuánta emoción contenida, cuántos retos y cuántas satisfacciones. Pero nada de eso importaba ya. Había dejado de ser el “Maestro Pancho”, ahora viviría recluido entre las cuatro paredes de su humilde casa en la que los libros ocupaban cada espacio posible dominándolo todo, pero haciéndole sentir acompañado y feliz.

El tac-tac de su bastón se pierde con el repicar de las campanas en la basílica. Se detiene un momento, sus ojos llorosos miran al cielo e internamente agradecen por la vida obsequiada, por los años, por los niños, por la escuela, por esa muerte que —espera— llegue pronto a apacentarlo todo. Porque ¿cómo vivir ahora sin la risa y ocurrencia de sus criaturas?

Pancho camina con la figura encorvada, las piernas trémulas por la emoción y la tristeza aplastando su corazón. Lo que nuestro caminante no sabe es que quien nace “maestro” muere “maestro” y contra eso nada. No hay años laborales cumplidos, ni vejez, ni olvido que valgan. Porque quien forja hombres y mujeres de bien con dedicación y entrega está llamado a ser inmortal.