Entre caminantes te veas

Invisibles vs. Civilizados

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(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

Mientras esperaba en aquella sala inhóspita recitaba de manera mecánica las oraciones de toda la vida, aunque esta vez con la fe y la esperanza frías, solo de cuerpo presentes, sabiendo que las palabras rebotaban en esas malditas paredes blancas y desinfectadas rompiéndose en el vacío. Ambrosio Guerrero era un hombre elemental. Todo cuanto tenía que saber se lo habían enseñado sus abuelos, después sus padres y al final, la naturaleza con su sabiduría enorme.

Era simplemente un campesino, con las características de todo campesino: ignorante, bruto, apestoso… al menos, eso decían de él en la capital cuando debía ir a realizar alguna diligencia indispensable. No hacía caso a las palabras hirientes como dagas de quienes lo menospreciaban solamente por ser gente de campo. Esa fue la primera enseñanza de Don Pantaleón Guerrero, su abuelo, siempre le dijo que él debía sentirse orgulloso de su tierra, de sus manos ásperas por tanto trabajar y su piel morena tostada por el sol.

Pero en momentos como aquel, odió su condición de campesino, deseó con todas sus fuerzas haber sido cualquier cosa menos eso. Porque esa mañana cuando su único hijo se cayó de la rama del árbol más alto junto al maizal, su origen impediría la salvación. Ahí estaba, desangrándose, sin que los remedios infalibles surtieran efecto alguno, ni las pieles de cebolla ni los trapos rojos pudieron detener lo inevitable. Llamaron a la ambulancia en medio de un esfuerzo desesperado por sentir que no estaban tan solos ni desamparados; pero, tampoco en aquella ocasión fueron prioridad, la ambulancia no llegó.

Desesperado, Ambrosio tomó a su hijo entre sus brazos y corrió sendero abajo hasta la capital, donde estaban los doctores, los servicios… la civilización; sintiendo cómo se desvanecía la existencia de aquel ser tan amado, tan de él. Cuando por fin alcanzó la clínica, la mujer de la recepción, con desprecio lo obligó con una dureza infame a esperar en silencio a que lo llamaran, había una lista eterna antes que ellos. Aquella mujer con rostro de piedra y mirada de témpano se negó a escucharlo, fue grosera e inhumana. El hombre debió sentarse en un rincón abrazado al cuerpecito del niño sin que nadie sintiera compasión. ¿Por qué lo harían? Solo era un campesino con su hijo herido. Un hijo igual que él: humilde, de campo, gente que vivía entre vacas y hierba…  invisibles.

Ambrosio, con su hijo ensangrentado entre los brazos, lo miró con impotencia exhalando el último suspiro. Y mientras lloraba con lágrimas que surcaban y herían su rostro como el arado lo hacía con la tierra aferrándose al cuerpo de su amado hijito, “los civilizados” pasaban junto a ellos como si no existieran, indiferentes a su llanto doloroso y a la sombra de la muerte que fue la única que no lo discriminó, que lo vio, que le tendió la mano.