Entre caminantes te veas

La oveja negra

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(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

A veces Don Benito sonreía cuando recordaba el pesar que sintió al ser aceptado como empleado de la Biblioteca, él, acostumbrado a la libertad, al verdor de los cultivos y la enorme e infinita extensión del cielo frente a sus ojos. Que gozaba saltando entre las piedras y se recostaba en la yerba por las tardes para sentir el viento en el rostro mientras dormitaba y soñaba.

Su padre, hombre práctico, sujeto a las costumbres, religioso a más no poder y poseedor de una terquedad férrea lo regañaba constantemente debido a ello. Para él, soñar era una pérdida de tiempo, intentar conocer algo más una necedad y pasar el tiempo en libertad brinconteando como una cabra un síntoma de pereza que se hacía necesario abatir. Quizá por esta razón, era a él a quien más regañaba, con quien más dureza aplicaba, al que menos caricias prodigaba. Benito era la oveja negra.

Ver morir a su madre víctima de un cáncer terminal contra el que la curandera del rancho nada pudo hacer lo marcó toda su vida. Por eso, su mayor anhelo fue ser médico, un deseo imposible, dadas sus circunstancias… a veces la vida no era fácil.

Cuando fue contratado en la Biblioteca y supo que trabajaría 8 horas dentro de aquel monstruo de cemento lleno de estantes y de libros con el objetivo de mantener el orden y cuidar que los ejemplares estuvieran en su sitio permanentemente, pensó que sus días de libertad habían terminado.

Poco a poco se dio cuenta de que en ellos, los libros, estaba el secreto a todos los males del alma. Comenzó observando sus portadas, luego se arriesgó a mirar sus hojas, después a leer unos cuantos fragmentos, terminó llevando uno de ellos a casa cada noche para devorarlo hasta agotarlo.

Y sin querer, con el paso de los años, se fue haciendo realidad su deseo de ser médico. Le bastaba ver en los ojos de las personas que visitaban la biblioteca para descubrir en ellos el mal que les aquejaba: soledad, vacío interior, incomprensión, autoestima baja… su diagnóstico por lo general era certero, así que con disimulo acercaba el volumen que podría ayudarlos a encontrar una luz en la oscuridad del sufrimiento personal. Se regocijaba cuando los veía regresar con la paz reflejada en su rostro para devolver el libro después.

Entonces, se convenció de que no era un perezoso ni un inútil como su padre muchas veces le hizo sentir por no tener la aptitud de trabajar el campo con tanta eficacia como él. Supo que los sueños sí se realizan, pero a veces llegan con distinto color, una forma diferente a la originalmente pensada y con aromas impensables. Aquella farmacia para el alma no olía a desinfectante ni jarabe para la tos, todo ahí era distinto, entrañable ¡maravilloso!

Hoy, Don Benito es el primero en llegar al trabajo y el último en irse, y cuando recuerda el pesar que sintió el primer día, pide perdón a Dios por haber permitido que su fe haya sido tan pequeña como el grano de mostaza que apenas se alcanza a ver.