Una Colorada(vale más que cien Descoloridas)

Observar la muerte

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(Foto: Especial)
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¿Qué tiene en común el copiloto del avión alemán, los jóvenes convencidos de que el mejor camino para su trascendencia humana es colocarse un chaleco de explosivos o los Spring breakers que abarrotan las playas de México? ¿En quién hay más locura, en los cabeza rapada neonazi, los fanáticos que secuestran niñas y matan estudiantes universitarios africanos o los fundamentalistas que decapitan o queman personas y destruyen objetos de culturas milenarias? ¿Cómo es que en pleno siglo XXI, horrores cometidos por los romanos en contra de sus súbditos, los cristianos persiguiendo judíos mediante la inquisición y los japoneses torturando coreanos, sigan siendo el pan de cada día en la realidad y en visiones mediáticas?

Al igual que ocurrió en el Gólgota, un camino erróneo para tratar de perderle el miedo a la muerte es observarla. Las generaciones de hoy, educadas en sistemas que mal entienden el laicismo, tienen pocos referentes acerca del valor de la vida. Dios es repudiado porque no se le conoce o porque me impusieron una versión autoritaria del mismo. El vacío que deja este ateísmo funcional pretende llenarse con actos de “heroísmo” casi siempre bélico y conductas que lleven al éxito[1], entendido este como la acumulación de dinero y poder. La existencia debe ser vivida cada día, “desprendiéndose —soltando dicen algunos mal llamados budistas— de todo” sin límites para lo que serían abusos en alcohol, tabaco, marihuana y otras drogas más fuertes; y sobre todo “con permiso para matar», igual mi cuerpo —por los excesos, la falta de cuidado, la irresponsabilidad en el manejo de la salud— que la vida del otro.

Cuando finalmente la muerte llega —al parecer cada vez en edades más tempranas— se hace del velorio “del ser amado” una pretexto para las relaciones sociales, un camino Fast track para librarme del problema —sobre todo si la muerte fue inesperada por un accidente o cualquier demasía—, que si esta llega luego de una larga lucha derivada de enfermedades hoy en boga como son las autoinmunes, la diabetes, la hepatitis, el cáncer o el SIDA. Como sea, al igual que ocurrió en la crucifixión[2] de Cristo casi siempre hay tres tipos de grupos que se acercan a quien está muriendo o acaba de morir. En el calvario el mayor número de los testigos de la muerte de Jesús de Nazaret simplemente pasaban por un camino recorrido cotidianamente. Estos nada sabían del crucificado o no les interesaba su mensaje y peor aun quizá ni se volvieron a  mirarle. Este grupo desinteresado por la misión de Jesucristo sigue siendo el mayoritario, su afán primordial es llegar al destino de diversión, a cumplir su rutina o simplemente a vivir una existencia despreocupada por el amor al otro, la trascendencia o la vida eterna.

Un segundo grupo que siempre observa la muerte lo conforman aquellos que deben estar ahí: los empleados de la funeraria, los vendedores de arreglos florales, los médicos forenses, los encargados de la cafetería, los familiares que esperan un juicio benévolo después de haberse conducido con desinterés y perversidad;  hasta los que acuden para ver si los retrata un fotógrafo de sociales o son reconocidos por algún familiar del difunto. En el Gólgota había soldados; autoridades religiosas cerciorándose que el profeta desechado muriera; operarios encargados de los clavos, las cuerdas, los maderos, etc. En este grupo lo mismo coinciden los sádicos, los masoquistas, los interesados en obtener algo —se dice que los soldaos se rifaron las pertenencias de Jesús— y muchos otros cuya mayor identidad es la falta de madurez. Cual infantes, tal grupo de observadores de la muerte hacen bromas, critican, se conducen caprichudamente y hasta suelen ser agresivos —activa o pasivamente— no solo con el moribundo o el fallecido sino también con quienes realmente se duelen del trance.

El tercer grupo que observó la muerte de Jesús fue el de su seguidores —no todos, pues unos se habían escondido y otro hasta se suicidó— y obviamente la madre. Hasta los encargados de limitar el acercamiento entendieron la perversión implícita en negar la cercanía de quien estuvo en el nacimiento y por naturaleza debería estar en el deceso de quien es carne de su carne y sangre de su sangre. Quizá el dolor de este familiar es el más profundo, casi siempre silencioso, sin aspavientos, con ojos resecos, respiración imperceptible. Lo único que puede explicar la ausencia de una madre durante la agonía del hijo, es el hecho de que ella haya partido antes o que la perversión de otro se lo impida. Los documentos extra bíblicos hablan de que la suma de observadores del segundo y tercer grupo de la muerte de Cristo no superaba las dos centenas. Simpatizantes eran los menos, otros que recorrieron el camino corto que salía por la puerta de Damasco al norte de la ciudad, eran simples curiosos, holgazanes, y adictos al “espectáculo” de la muerte. Ellos no tuvieron ni el Nintendo ni tantos otros episodios virtuales que hacen de la muerte un juego; pero, aun así, disfrutaban con ver la del otro, sin reparar por un solo momento que si bien, la mortalidad implica un principio de justicia, la dádiva amorosa de Dios se concretó justamente en ese evento reconocido a mas de dos mil años de distancia aun por los que se niegan aceptar el dicho de Jesús de Nazaret, quien se definió a sí mismo como “el camino, la verdad y la vida y como el hijo de Dios” cuya misión no fue la de enseñar, ni sanar, ni confrontar, sino justamente pagar la deuda para que su criatura pueda gozar de vida trascendente. Ayer domingo, los creyentes en Cristo recordaron con júbilo el momento de la Resurrección, prueba del cumplimento de la promesa de vencer a la muerte, por más dolorosa que esta sea.
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[1] En todo el mundo han proliferado bandas de criminales dedicadas a la trata de personas. Tlaxcala es ejemplo de familias que toleran a jóvenes dedicados a cortejar jovencitas ingenuas o con problemas emocionales, a las que luego meten a la prostitución.

[2] Sistema común en el imperio romano —los griegos y romanos lo aprendieron de los fenicios—  equivalente a  la pena de muerte por ahorcamiento, fusilamiento, silla eléctrica o inyección letal en otros tiempos y culturas. No era un tipo de condena de los judíos. Ni Herodes con su gran crueldad, practicó la crucifixión que por ser deshonrosa, nunca se aplicó a los ciudadanos romanos. Miles de cruces sirvieron para el sacrificio de súbditos y esclavos en el Gólgota aun 40 años después de la muerte de Cristo.