Entre caminantes te veas

Del otro lado de la montaña

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Guanajuato bajo las nubes PMLe gustaba salir al balcón por las noches y mirar el horizonte. Cuando la gente duerme las calles se aquietan y la tranquilidad cubre con su manto la ciudad entera. Y al mirar la montaña que domina la vista frente a su ventana, piensa que algún día, cuando tenga la edad precisa, saldrá de casa dispuesta a llegar hasta ella con el objetivo de internarse, subir a la cima y llegar al otro lado.

Algunas veces, ha visto que las aves vuelan hasta allá, y se pierden en el cielo hasta volverse un punto diminuto que desaparece y no regresa jamás. ¿Qué habrá del otro lado de la montaña? Con esa enorme y poderosa imaginación, digna de una niña de ocho años, imagina las aldeas olvidadas que seguramente están establecidas en aquella otra parte.

¿Y si solamente hay selva? ¡A lo mejor aparece un desierto! O una ciudad prodigiosa, o una cabaña habitada por duendes malignos ¿tal vez un castillo repleto de hadas maravillosas?… no importa lo que exista, lo trascendente es que es otro mundo, otra tierra, otra realidad… algo distinto.

Seguramente en aquellas latitudes habrá un amigo para ella, alguien que se siente a su lado para compartir el refrigerio, con quien pueda platicar libremente de sus sueños y deseos sin que haya risas y burlas a continuación. Del otro lado de la montaña, si existen niños, con seguridad serán diferentes, probablemente más amables. No como Ramón y sus bromas pesadas, ni como Lidia que siempre la golpea cuando nadie la ve; es poco probable que haya alguien como Javier, con esa crueldad aguda que tanto lastima. No, niños como esos, solamente en su escuela, a su lado, como si fueran una tortura personal. Por eso, siente miedo todo el tiempo, esos rostros son lo primero que su mente trae al despertar y lo último en lo que quisiera pensar.

Esa mañana, para no ir más lejos, Lidia gritó A voz en cuello en medio del salón: “A Juanita la piojosa le gusta Alberto” y todos se rieron, en tanto él, Alberto, la miraba fijamente con el rostro rojo como un jitomate. Todo el día estuvieron coreando cuando ella pasaba: “son novios… Alberto y la piojosa son novios”. Sentía tantas ganas de llorar, pero se aguantó, aguantó porque es valiente, porque las heroínas de los cuentos soportan eso y más, y porque en sus libros ha aprendido que todas las historias tienen un final feliz.

El colmo fue cuando Javier tiró al suelo su comida en el recreo, la pisoteó hasta hacer pedazos el sándwich y la fruta, para después vaciarle en la cabeza el agua de la botella. Todos se rieron, aplaudieron, se burlaron llamándola una vez más “piojosa”. Entonces corrió hasta esconderse detrás de unas bancas apiladas en uno de los salones-bodegas, abandonándose al fin, al llanto y al desconsuelo.

Pero en esas noches, en las que prefería no dormir para no tener más pesadillas, sintiendo el viento en su cara y mirando la sombra de la montaña lejana frente al balcón, Juanita sentía paz, esperanza y un poco de alegría. Porque algún día llegaría hasta esa gran montaña, subiría a la cima y después descendería para encontrarse con un mundo nuevo, un mundo sin apodos, sin crueldad, sin burlas. En el que no existieran los “amigos” despiadados.

Ahora solamente era una niña prisionera, atrapada en la impotencia, la soledad y el dolor; pero del otro lado de la montaña sería una caminante como tantas otras, una caminante adulta viviendo sus sueños sin lágrimas ni incomprensión.