Entre caminantes te veas

La casa loca de los reflejos

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Bajo intensa lluvia la Fiesta de San Juan Bautista
(Foto: Archivo)

Cuando era niño su abuela le dijo que cuando la lluvia cae es porque alguien llora con tanto dolor y sentimiento que el llanto se evapora hasta llegar a las nubes para después caer sobre los hombres. Es una manera de hacer que los unos entiendan el dolor de los otros.

Sin embargo, Samuel siempre dudó de la certeza de tales afirmaciones. Además, usualmente cuando llueve la gente suele refugiarse en sus casas o en lugares techados, y si no queda más remedio que estar afuera abren un paraguas, se ponen un impermeable o se cubren con una bolsa de plástico… pero siempre se protegen, es decir, nos protegemos.

Usamos cualquier tipo de artefactos para que no nos alcancen las lágrimas de las nubes negras: botas de plástico, guantes, sombreros, lo que sea necesario usar. Porque a nadie le gusta mojarse, porque no ha nacido aquel que desee empaparse de lágrimas, tristeza y dolor.

A pesar de todos estos esfuerzos muchas veces terminamos escurriendo sin remedio y salpicando al otro involuntariamente. Pero también muchas veces, nos humedecemos con nuestras propias lágrimas, aun cuando éstas ni siquiera han subido al cielo. El hombre es la criatura más extraña, un ser de fingimientos, de emociones distorsionadas. Y se muestra ante la gente como un espejo más en la casa loca de los reflejos, en donde podemos vernos a nosotros mismos representados de mil formas tan distintas como increíbles, pero ninguna real.

Regalamos la visión de un “yo” con cuerpo extremadamente delgado o peligrosamente mórbido; con una cabeza inmensa o los pies diminutos. Los brazos largos y las piernas al triple de su tamaño real. ¿Qué es lo real entonces? Lo real es lo que nadie puede ver lo que se siente. Por defensa personal nos concentramos en lo aparente. Pues a veces se siente más de lo debido.

Esta noche hay tormenta. Samuel teme que sea por su causa. Ha llorado tanto bajo las sábanas, eso sí, escondiendo muy bien el rostro en la almohada para que nadie escuche sus gemidos. Lloró hasta que ya no le quedaron fuerzas, después comenzó la tormenta. ¿Cómo no habría de llorar sabiendo lo que su cuerpo esconde, lo que su alma grita, lo que su intimidad persigue?

¿Cómo decirle a su padre, ese hombre “intachable”, militar de carrera con insignias de honor prendidas a su saco verde seco, tan orgulloso de su hombría, tan cruelmente macho cuya vida de conquistador de mujeres era conocida hasta por su madre quien lo aceptaba callada y sufridamente —contribuyendo con su parte a más tormentas silenciosas y almohadas húmedas— porque así son todos los maridos y él era su cruz… que él, Samuel, su único hijo… estaba perdidamente enamorado del entrenador de fútbol?