Entre caminantes te veas

¿Fe, esperanza y caridad?

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Semana Santa (Foto: Especial)
Semana Santa (Foto: Especial)

Para Don Tomás Arriaga no había fecha más significativa que la Semana Santa. Planeaba desde principios de año la construcción del altar en honor a la Virgen de Dolores; en cada nueva oportunidad añadía elementos distintos, que iba colocando cuando llegaba el día esperado, en cada uno de los escalones dispuestos para ello. Con total devoción y respeto, se santiguaba cada vez que un objeto era añadido mientras recitaba en voz baja los Padres Nuestros y las Aves Marías.

Guardaba con pulcritud la vigilia haciendo preparar a su mujer platillos suculentos a base de mariscos y pescados acompañados de abundantes ensaladas. La cerveza y el vino eran los mejores acompañantes de esas comidas ofrecidas al Señor en señal de respeto y devoción. En casa, durante esos días no había paseos ni vacaciones porque eran fechas para orar.

Don Tomás Arriaga era fiel a su religión, ayudaba en los servicios dominicales, comulgaba a diario y nunca comenzaba la jornada antes de asistir a misa, como tampoco se abandonaba al sueño por las noches si no rezaba antes para pedirle al Creador su ayuda y protección.

Sabía que Dios le había entregado a su mujer como compañera de vida, y que ella tenía la obligación de seguirlo hasta que la muerte los separara, de otra forma, no habría más que infiernos y tinieblas en sus existencias. Ella no tenía más remedio que soportarlo como Jesucristo soportó la Cruz que le tocó cargar como parte de su destino. Por eso, tampoco tenía empacho en hablarle con dureza hasta hacerla llorar, en que no olvidara su condición de servidora, de procreadora al servicio de él que era su marido ante los ojos de Dios. Alguna vez ella, pecadora al fin y al cabo como todas las mujeres, osó abandonarlo para “liberarse” sin saber que de las cadenas que Dios te impone no hay salvación. Por eso, no tuvo piedad con ella, la persiguió, la acosó, la humilló y la calumnió hasta que tuvo la satisfacción de verla entrar nuevamente al hogar con la cabeza gacha y todo el peso de su humanidad hundido. ¡La había salvado de la condena eterna! Un divorcio es algo que Dios no perdona jamás.

¿Cómo pretender abandonarlo y hacerle esa afrenta? A él que no hacía más que respetarla, que se cuidaba de que esos pequeños pecados carnales —que eran debidamente confesados ante el sacerdote y pagaba penitencia por ello—, no salieran a la luz. Si ella no se enteraba, no había pecado qué perseguir. Y finalmente, los hombres tienen debilidades y para eso están ciertas mujeres. Pero eso sí, la suya, su esposa, era la Reina de su hogar, la Señora, la única en su corazón. Y para no faltarle era que buscaba a otras ¿Acaso no era ese el verdadero amor?

Tampoco convivía mucho con sus hijos, tenían a su madre, pero Dios era testigo de cuánto los amaba. Bautismo, Presentación en la Iglesia, Primera Comunión, Confirmación… todos los sacramentos en perfecto orden como corresponde a un cristiano, era su obligación como hombre de bien.

Cada jueves visitaba escrupulosamente los 7 templos sin olvidarse de renovar sus saquitos rojos con tres monedas para que no falte el sustento, ni las pulseras y escapularios para que la protección de Dios esté con ellos. Nunca faltaba a la misa por la Última Cena y el lavatorio de pies. Acompañado de un par de cervezas asistía a la procesión del Viernes, a la ceremonia de la resurrección, a la renovación del fuego nuevo… y con todas sus obligaciones religiosas cumplidas, ofrecía la comunión rogando al Señor que su jefe no advirtiera el desfalco cometido… a fin de cuentas, parte de ese dinero lo usó para contribuir a la restauración del Templo.

Y antes de levantarse del reclinatorio con alegría y lágrimas en los ojos terminaba sus oraciones con un “Amén” fuerte y claro que hacía eco entre las sagradas paredes antiguas que tantas cosas habían atestiguado en su andar.