Entre caminantes te veas

Ausencio el bondadoso

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Foto: Archivo)
(Foto: Archivo)

Si la canasta del milagro de la multiplicación de los panes hubiera tenido nombre se llamaría Ausencio Guevara, porque el buen Ausencio era la personificación de lo abundante, del que da y jamás se queda vacío aunque se agote a sí mismo.

En su barrio todos sabían que podían contar con él sin importar la naturaleza del problema, Ausencio siempre veía la manera de resolver o aminorar los conflictos ajenos con tanto afán que se olvidaba de él mismo. Había quien le tenía gratitud absoluta y por ello lo respetaba, y quien pensaba que era un tonto y por ello se aprovechaba.

Esto le traía constantes problemas con doña Carmina, su esposa, quien se desesperaba al ver que su marido trabajaba día y noche para terminar quitándose el pan de la boca por personas que nada tenían que ver con ellos. Finalmente, la muerte sorprendió a la mujer sin darle la satisfacción de ver que cesaban las peticiones de dinero, del auto que se llevaban con el tanque lleno y regresaba a casa con un suspiro de gasolina o de las herramientas que casi nunca eran devueltas.

Fue hasta entonces, cuando ya no la tuvo a ella, que perdió el entusiasmo por ser generoso con los otros; la vida lo había acuchillado por la espalda infame y cruelmente llevándose a quien más amaba. ¿Cómo dar cuando las manos al fin habían quedado tan vacías?

Paulatinamente, el teléfono dejó de sonar, el timbre de la puerta ya no rompía el silencio de esas tardes en las que ahora, Ausencio, con su salud y corazón quebrantados, permanecía en una silla de su jardín esperando la muerte para reunirse con ella. Sin embargo, a pesar de su desolación siempre que entraba a casa en la mesa había un plato de comida caliente, todo lucía en perfecto orden y la cama impecablemente tendida. Eran detalles en los que no reparaba porque había aprendido a ver sin mirar y a respirar sin vivir.

Hoy, Ausencio finalmente dejó su cuerpo. Lloran aquellos que no tienen más que amor y gratitud para él, pero también los otros, los que en su tiempo le llamaron tonto y gozaron inventando necesidades que no existían por comodidad y diversión. La capilla ardiente está repleta de personas, muchas de las cuales lo estuvieron procurando en silencio cuando perdió la alegría de vivir sabiendo que doña Carmina siempre tenía una llave de la puerta en la maceta de los geranios.

Y como si Ausencio quisiera hacer evidente que se reencontró con su gran amor, el día de su partida amaneció nevando en una ciudad que no conocía la nieve. Los pequeños copitos blancos caen suave y alegremente vistiéndolo todo de blanco. Quizás sean las plumas de los ángeles que se desprendieron cuando batieron las alas para aplaudir al unísono su llegada a la vida eterna.

Los niños felices ríen a carcajadas con el maravilloso panorama de los adoquines cubiertos de escarchas blancas al mismo tiempo que las campanas de la Basílica doblan llenando de golpes armónicos los callejones que devuelven su tañer en forma de eco… Y nosotros, los vivos, nos vamos quedando huérfanos de bondades.