Entre caminantes te veas

La viuda negra.

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Los domingos había que levantarse más temprano que de costumbre. El cuerpo, a pesar del dinero invertido en él, no perdona el tiempo transcurrido. Hay qué disimular la flacidez, las arrugas que ni las cremas ni el bisturí logran borrar con eficacia, la piel que ha cambiado de color, las canas que ya no desaparecen tan fácilmente con el tinte. Dos horas completas le toma diariamente el proceso de bañarse, aplicarse sus tratamientos y cremas y llegar ante el espejo, único testigo de su transformación.

descargaCon la maestría que otorgan los años de experiencia utiliza polvos, brochas y esponjas para igualar, dar color, dibujar un rostro que en nada se parece al de horas antes. Orgullosa de su silueta,  se viste mirando detenidamente el vestido que aún no termina de pagar para culminar con el bolso y los zapatos que obtuvo de manera gratuita tras un escándalo orquestado en la tienda departamental; desgraciadamente la empleada terminó perdiendo el trabajo después de aquello pero eso a la “viuda negra” la tenía sin cuidado, los daños colaterales son inevitables en una guerra por la supervivencia.

Finalmente, se coloca sus trofeos: el anillo de brillantes que le regaló el arquitecto para anunciarle su divorcio, perdió todo en el juicio. Obviamente ella lo corrió a patadas y jamás volvió a saber de él.  Los aretes de oro viejo que fueron propiedad de la abuela del abogado y que terminaron en su poder junto con muchas otras cosas que fue sacando poco a poco de la casa de su víctima. A él lo controlaba con somníferos que disolvía en la copa de vino que acostumbraba servirle después del acto. El amante terminó muriendo sin que la familia pudiera explicarse qué sucedió con él y con las joyas familiares.

La gargantilla con incrustaciones fue un obsequio del comerciante. A él lo veía los miércoles. Debía soportar su falta de fineza pero valía la pena, el hombre le daba dinero a manos llenas sin preguntar ni cuestionar. Lástima que terminó accidentándose. Los paralíticos no entraban en su repertorio.  Al final lo internaron  en una clínica de recuperación, las drogas –que ella comenzó a administrarle sin que la familia lo supiera- terminaron apoderándose de su voluntad liberándola de un compromiso mayor.

Mientras maneja por la calle empedrada recuerda que hubo una época en la que fue esposa, el apellido del marido le abrió las puertas a las obras de caridad, los clubes sociales, las tardes de canasta con mujeres de alta sociedad. Se internó en una vida que nunca pensó fuera posible. Ella, que creció  acostumbrada a las carencias, a los golpes del padrastro, a comer en platos de peltre y beber en ollitas de barro. Ella, a quien la madre golpeaba por inútil y solía preguntarle a gritos con desprecio  “¿qué pecado habré cometido para que Dios me castigue con una hija como tú?”.

Esos tiempos pasaron, ahora todo había cambiado, ella, la viuda del gran hombre era hoy una dama respetable. Tan respetable, que los domingos daba la comunión a los fieles en misa en compañía del padre y recogía las limosnas. De pie frente al altar, miraba a la gente formada esperando la ostia bendita que ella les daba con desdén. Todos eran pecadores, gente inferior, unos  ineptos. Al final de la misa entraba con el sacerdote a la sacristía para darle un masaje cariñoso y aliviarlo del estrés. Salía de la iglesia una hora después sonriendo. Nunca se iba sin santiguarse ante la cruz.

Ya en la camioneta repasó mentalmente el diálogo que sostendría con su pareja de los domingos. Ese día debía conseguir que le firmara los documentos que preparó para engañarlo y apropiarse de sus posesiones. Estaba segura que triunfaría, tan solo debía ser más cariñosa y complaciente que nunca para conseguir su cometido. Luego, todo sería cuestión de unos cuantos tés bien preparados.

Avanzaba en su vehículo sobre la angosta calle adoquinada sin frenar ante las personas que intentaban pasar al otro lado. Ella no tenía por qué detenerse ante la plebe. Y así, en medio del caos, avanzaba con una sonrisa en los labios dibujados, la mejor sonrisa que podía esbozar dadas las circunstancias de sus recientes cirugías.

Ser hermosa cuesta. Cuesta mucho. A veces, hay que pagar con el alma el ser parte de la elite. Afortunadamente, ella era buena, era honorable, rezaba…y tenía un apellido de alcurnia. Era parte de la gente que tiene su lugar asegurado a la diestra del Señor.