Entre caminantes te veas

El amor nos espera

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Siempre hay alguien que nos espera en algún lugar, que tal vez en ese momento camina por la acera de enfrente, o está tomando café en una plaza lejana pensando en que Dios es indiferente a la soledad y al vacío de los solteros.

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Aquella mañana no era una mañana común.  Regina se miraba al espejo sin ver su reflejo en realidad, estaba ensimismada dándole vueltas al pensamiento de que siempre hay una persona esperando a otra, y que ésta pudo haber nacido antes o después, o que pudo haber venido al mundo del otro lado del planeta y ambos tendrán que recorrer miles de kilómetros para encontrarse.

Era una adulta en toda la extensión de la palabra, una adulta muy adulta por cierto (en una semana cumpliría más de 40) había experimentado en varias ocasiones la desilusión de tener qué reconocer que no era la mujer más brillante para elegir pareja, de hecho, se calificaba a sí misma como un desastre en la materia. Y sin embargo, luego de cada ruptura volvía a preguntarse ¿de verdad existirá esa persona destinada y perfecta esperando por nuestro encuentro en alguna parte? De vez en cuando se reñía a sí misma diciéndose que esto no era más que una leyenda barata, como tantas otras que circulan en el mundo.

Ese día, la vida la sorprendía. Su vecino, Don Gilberto, era el motivo de tanta reflexión. El maestro Gil, como lo conocían todos, nació en un pueblo del norte del país y negándose a seguir el destino marcado –trabajar la tierra o emigrar al otro lado- abandonó su casa desde muy joven para labrar sus sueños. Fuera de su pueblo, solo y prácticamente sin dinero, pudo estudiar con no pocos esfuerzos. Como suele suceder, el camino fue arduo, pero finalmente transitó los senderos que siempre deseó transitar: terminó una carrera universitaria, viajó, se compró un auto, tuvo su propio departamento (al lado del de Regina), visitaba museos los domingos, tomaba el té cada tarde y leía cada noche un libro distinto que devoraba con interés…pero nunca encontró el amor.

Al pasar de los años, vencido, solo, sin tener a nadie que lo esperara en casa, se jubiló porque no le quedó más remedio, pero con gran tristeza. Entonces la amargura comenzó a echar raíces en su corazón, y constantemente renegaba de su suerte, por su soledad, por la indiferencia de ese Dios que nunca fue lo suficientemente compasivo como para destinarle una buena mujer con la cual vivir a lo largo de su vida. Cuando muriera, ningún hijo clavaría su cruz en la tumba, ninguna esposa lloraría su partida.

Regina lo visitaba, trataba de hacerle sentir su compañía y solidaridad pero tampoco era mucho lo que podía hacer por él, ni muy grande el consuelo que era capaz de brindarle cuando ella misma estaba convencida de que sí, Dios era indiferente a la soledad y al vacío de los solteros. Así que un buen día decidió darle y darse un descanso y dar por terminadas las conversaciones matinales con Don Gil para no amargarse más a sí misma, y prácticamente perdió el contacto con el hombre.

Hasta una tarde en la que milagrosamente salió del trabajo más temprano que de costumbre y fue a dar a una fonda que tenía unos meses de haber abierto y de la que ya varias personas le habían dado la referencia de que era una excelente opción para comer fuera de casa. Al entrar al local, la figura del maestro jubilado resaltó de entre todas. Pero no estaba solo. Comía en compañía de una mujer.

En cuanto la vio, la invitó a sentarse con ellos a la mesa, y ahí supo Regina que aquella mujer madura –aunque mucho más joven que él- era la dueña del local, y más que eso, la futura esposa de Don Gilberto.

Resulta que cansado de comer solo, y al descubrir el nuevo lugar decidió entrar a probar suerte –y el sazón de la sopa- y entre un platillo y otro, de tarde en tarde, con las visitas habituales, el amor hizo de las suyas y terminó enamorándose irremediablemente de la mujer. Por su parte, ella le relató cómo había debido consagrarse al trabajo desde adolescente para sacar adelante a sus hermanos después de quedar huérfanos. Y cuando finalmente terminaron sus estudios y se marcharon a hacer su vida, ella ya no tenía la suya, había envejecido.

Sin esperanzas de encontrar a un compañero de vida, llegó a esta ciudad, encontró el local en renta e invirtió sus ahorros para probar suerte. Don Gilberto hizo su aparición a los pocos días convirtiéndose en un cliente habitual que le causaba ternura por su caballerosidad y admiración por su sapiencia. La convivencia diaria los doblegó y estaban por casarse.

Don Gilberto y Regina recordaron sus debates diarios en los que él reclamaba a Dios por su indiferencia, de manera que finalmente los tres coincidimos en que todo en esta vida está escrito y cada cosa que sucede tiene un por qué y un para qué.

Esa mañana, Regina frente al espejo pensaba en lo especial de ese día. Un día en el que dos seres humanos en el ocaso de sus vidas, unirían sus destinos ante Dios. Dos almas solitarias pasarían sus últimos años acompañados e inundados del amor que tanto les hizo falta.

Horas más tarde, mientras los granos de arroz volaban en el aire al paso de la pareja Regina recordaba sus reflexiones de niña/adolescente con respecto a que siempre hay alguien que nos espera en algún lugar, que tal vez en ese momento camina por la acera de enfrente, o está tomando café en una plaza lejana pensando en que Dios es indiferente a la soledad y al vacío de los solteros.

Hoy, Regina sabía que si estamos solos, que si el amor nos ha llevado a sufrir y decepcionarnos, es porque aún no es tiempo…