Ecos de Mi Onda

Historieta en el Retrovisor: Primera Cita

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En realidad prefería encerrarse por las tardes y evocar a Claudia en el próximo encuentro del Viernes de Dolores, soñando con la primera cita convenida…

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Nunca debes esperar discreción del primer amor: es acompañado por

alegría excesiva que a menos que ésta no se desborde, te estrangulará.

 Alexandre Dumas.

Guanajuato, 1973

Esa vez a Mario las vacaciones de Semana Santa le parecieron eternas, a pesar de que se divertían como siempre nadando, jugando futbol y frontenis en Juventudes, yendo al cine y paseando por el jardín para ver a las muchachas. Trataba de pasarla normal con los amigos, pero en realidad prefería encerrarse por las tardes y evocar a Claudia en el próximo encuentro del Viernes de Dolores, soñando con la primera cita convenida, pero inseguro, dudaba a veces que se pudiera llevar a cabo por algún imprevisto. Así, de forma exasperadamente lenta, llegó el fin de la semana.

Mario se quedó con su papá viendo en la televisión la pelea de box de los sábados. No prestaba atención y sólo volteaba para contestar un sí o un no cuando le hacía algún comentario. Ya tarde se fue a la recámara que compartía con su hermano Roberto. Esa noche soñó con Claudia y en el sueño no lograba fijar con claridad su fisonomía. De imprevisto se vio parado frente al templo de la Compañía y veía pasar a muchas muchachas delante de él, todas muy parecidas a Claudia, pero como vistas a través de un cristal empañado, e inquieto no lograba reconocerla. Pasaba el tiempo y se desesperaba al no identificarla y se preguntaba por qué ella no le daba una señal para ubicarla; de pronto se quedó completamente solo en medio de la calle, el cielo estaba muy nublado, empezó a llover copiosamente y el oscuro atardecer dio paso a una negra noche, rápido se guareció en la nevería de Los Rosales y de pronto le pareció verla correr por la banqueta del edificio de Correos y doblar como hacia la Plaza del Baratillo; gritó su nombre y trató de seguirla corriendo, pero no pudo hacerlo de inmediato porque sintió que estaba como clavado al piso y quién sabe por qué, pero para mover las piernas tenía que persignarse frente a la Compañía, haciendo la señal de la cruz con el índice y el pulgar, signando una cruz perfectamente simétrica en la frente, luego en los labios y finalmente en el pecho y ¡no le salía!, hasta que ya desesperado logró hacerlo de manera correcta y pudo zafarse del suelo para correr y buscarla.  No la encontró en el Baratillo y caminó empapado rumbo a la Prepa, luego fue subiendo por callejones estrechos y desconocidos por donde la lluvia pertinaz formaba una corriente que descendía abundantemente como un arroyo, buscándola sin suerte hasta que de pronto se sintió solo, perdido en un paraje brumoso en despoblado. En la penumbra le pareció ubicarse en un sitio cercano a los muros de la mina de Rayas y sintió una gran congoja.

Despertó angustiado con el recuerdo vivo del sueño, que se fue disipando con los acordes de la Obertura 1812 de Chaikovski, que escuchó en el radio de la sala de la casa, que todos los domingos prendía su papá sintonizando como siempre una estación local, que a esa temprana hora presentaba el programa Tesoros de la Música Clásica, subiendo el volumen para que toda la familia despertara alegre a preparar el almuerzo de la mañana.

Había quedado con Luis en ir al partido del León contra el Atlas en el Nou Camp, encontrándose en el jardín para ir a misa de nueve en el templo del Oratorio y luego dirigirse al estadio. Ante una buena asistencia el León ganó con apuros y después de desgañitarse echando porras, bañados de cerveza y del líquido ambarino de las tribunas de sol. A pesar de la bañada salieron contentos y Mario invitó a Luis a comer a su casa. Después de lavarse se sentaron a la mesa, comieron y platicaron en familia sobre las incidencias del partido. Luego la mamá de Mario se puso a platicar largo y tendido sobre el viaje a San Blas que habían realizado el año anterior: que durmieron en la playa, que el coche se descompuso en Tepic, que apenas pudieron pasar por Plan de Barrancas, entre otros muchos detalles que narraba emocionada. Después Mario y Luis revisaron sus apuntes y trabajaron un poco con la tarea de Fisicoquímica. Mario no hizo comentarios sobre Claudia. Luego se relajaron escuchando el Sargento Pimienta, ya tarde Luis fue casi corriendo por su maleta y se encontraron en la central de autobuses, para regresar a Guanajuato en el camión de las once de la noche, que como cada domingo iba repleto de estudiantes. Les tocó parados y en el trayecto Mario no dejó de pensar en Claudia y la cita del lunes, ensayando mentalmente diversos guiones, imaginando escenarios, pero le preocupaba la posibilidad de que lo dejaran plantado. Ni cuenta se dio cuando ya estaban en la central de Guanajuato y Luis lo empujó para que avanzara hacia la bajada del camión.

Ambos caminaron por la avenida Juárez y pasaron por el jardín de la Unión con sus maletas, Mario se quedó en la casa de Química por Matavacas y Luis siguió de frente por Sangre de Cristo hasta la calle de San Sebastián. Luis durmió plácidamente, Mario se pasó la noche en un martirio: Claudia llegaba a la cita y se la pasaban muy contentos platicando; Claudia no llegaba y él se devanaba los sesos buscando las razones.

Los lunes tenían clase hasta las nueve. Luis pasó por Mario para ir a desayunar a la cafetería de la escuela, huevo revuelto y chilaquiles con frijoles, pan y un vaso de café con leche. Ya estaban almorzando algunos de sus compañeros, Omar, Lorenzo y Octavio. Le dieron una revisada a los apuntes y se fueron a clase. Conforme avanzaba el día Mario se sentía cada vez más tenso. ¿Qué te pasa Mario? Mírate nomás, prendes un cigarro con el que te acabas. Luis observaba la escena callado, sabía lo que acontecía en el interior de su amigo y no intervino, mejor le preguntaría al día siguiente cómo le había ido en la ansiada primera cita con Claudia.

Se bañó y rasuró la barba incipiente; tenía ya prevista la ropa, camisa blanca con rayas onduladas azules, pantalón Live´s acampanado de pana azul marino y zapatos negros de agujeta. Terminó de vestirse y peinó hacia atrás la melena lacia que le llegaba casi a los hombros. Salió nervioso de casa y caminó presuroso hacia el punto acordado, especulando con el tiempo porque tenía que llegar puntual, pero sin mostrar la ansiedad que lo comía, ni perder la poca reserva de serenidad por llegar corriendo. Faltan cinco minutos para las cinco de la tarde, corta cinco flores de jazmín del jardincito contiguo a la Compañía en tanto pasan los minutos y se escuchan las cinco campanadas del reloj de la Basílica. Trata de aparentar tranquilidad, pero hasta las piernas le tiemblan por los nervios, las cinco y diez, las cinco y quince, y no aparece Claudia – ¿se le olvidó? ¿Qué pasaría?– las cinco veinticinco –me lleva la…, ni modo, seguramente ni le importo– las cinco treinta y nada. Le punza el estómago. Las cinco treinta y cinco, todo el sufrir desaparece, es ella dando vuelta por Cantarranas, mira el ramito de jazmines en sus dedos que sin darse cuenta machacó totalmente por los nervios y mejor lo tira a las espaldas. Camina a su encuentro cruzando la calle y la saluda.

– Hola, creí que no venías. – Discúlpame, sin pensar se me hizo tarde. – ¿A dónde vamos…? ¿Vamos al Pinguis a tomar un café? – Sí, está bien.