El Laberinto

El valle siniestro

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Después de tanto calor, de tanta aridez y de tanto movimiento continuado, cuando llegó al valle, plano y arbolado se sintió feliz de que la caravana la hubiese dejado atrás, era momento de gozar y de descansar, había sido tanto tiempo caminando que se divertía con el pasto, con el trinar de las aves y disfrutaba de las frutas que encontraba en la zona, jugosas y variadas que venían a darle una interesante variación a las saladas provisiones que llevaba consumiendo desde hace tiempo. Por fin podría dormir, sin tener que levantarse al alba cuando el grupo acostumbra moverse, y sobre todo liberarse de las molestas reglas que le imponían y de la pesada convivencia forzada. De vez en cuando sondeaba el camino en busca de un nuevo grupo al cual unirse, pero si veía alguna, inmediatamente le ponía peros y volvía a la pereza.

El primer mal augurio se presentó cuando la fruta comenzó a escasear por el cambio de estación y tuvo que volver a las conservas que cargaba y justo unos días después, llegó el insomnio, agobiante y fantasmagórico, al no caminar lo acostumbrado no contempló que ya no estaría tan cansada por las noches, la triste ironía de tener tiempo para dormir pero no sentir ni un atisbo de sueño. Después de oír a los lobos aullar por la noche y cuando el verdor comenzó a marchitarse y a ponerse rojo, café y naranja el valle ya no le pareció tan atractivo.

Y en esta situación llegó el agua, todo comenzó como unas gotas, que refrescaron sus febriles delirios  y que en el momento se sintieron como una grata novedad, si llueve fuerte, si llueve constante ya pueden florecer de nuevo los árboles frutales, pero había un par de inconvenientes: ¿Estaría su precario refugio en condiciones de resistir el agua? Y una cuestión peor aún, las nubes le privaron la vista a las estrellas, que le servían de inspiración pero que con un fin mucho menos poético la orientaban en la zona.

Pero lo peor estaba por venir. Y llegaría.

Se empezaron a hacer charcos, tenía que cambiar la casita de campaña cada noche de lugar, aprovechar el poco sol de las mañanas para secar sus pertenencias y la alacena cada vez estaba más mermada, por si fuera poco un lobo de Santander, le arrebató en una fatal distracción parte de  sus reservas. Pasó de comer tres veces al día a hacerlo solo una, siempre con miedo de que fuese el último bocado. Tal vez ya era tarde para hacerlo pero comenzó a asomarse diariamente al sendero en busca de una nueva caravana, ya no había peros, con que llegara alguna se conformaba, pero las pocas que veía pasar seguían de largo, huyendo a marchas forzadas antes de que el invierno los atrapase.

Una mañana, después de una noche lluviosa, más de lo habitual en las últimas semanas, descubrió que los charcos, que no habían parado de crecer, estaban unidos y la habían dejado prácticamente atrapada en un área amenazadoramente reducida. Ahora temía caer en el agua con cualquier paso en falso.

Nunca se había sentido atrapada pudiendo respirar  y moverse con fluidez, pero esta nueva condición le hizo replantearse su situación, solo quedaba correr, no importaba  no encontrar un nuevo grupo, no importaba que se sintiera derrotada. Instinto de supervivencia le llaman.

Olvidaba contarles un detalle de la historia, un punto que fue crucial para mantener la cordura y la esperanza, así pasa cuando tenemos la visión acostumbrada a ver solo lo negativo. Sus allegados, aunque no podían llevarla con ellos, nunca la dejaron sola.