ADIÓS A MARIJÓ VÁZQUEZ TRUEBA

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La Antología de Spoon River, el extraordinario libro de poemas de Edgar Lee Masters que admiraron Jorge Luis Borges y Juan Rulfo nos da, entre otras, una perdurable lección: ni en la vida, ni mucho menos en la muerte, existen las personas anónimas y sin una historia importante que contar.

Así las cosas, a quienes entendemos eso y seguimos aquí, sobre todo en estos tiempos, nos toca por lo menos inscribir nombres sobre los epitafios, contar lo que sepamos de cada persona viva y recordar a quienes se van.

El jueves 4 de marzo murió en la ciudad María José Vázquez Trueba, a la ofensiva edad de cuarenta años, más insensata aún si recordamos que tenía un hijo y una hija preciosos con quienes le encantaba jugar, un marido que parecía su novio, una madre y un hermano simpatiquísimos, y cientos —no es una mera frase: cientos— de amigos.

No podría ubicarme entre quienes, en medio de esos cientos de amigos, fueron sus cercanos, pues sólo la traté con una azarosa regularidad a lo largo de doce años. Aun así, siento que cumplo una parte del deber mencionado arriba al asentar aquí cuanto supe y admiraba de ella.

Admiraba de Marijó que no supiera ser soberbia y, justo al contrario, que tuviera una facultad como innata para ser generosa: comer en su casa (pozole verde de doña Mari) o trabajar a su lado en una oficina (“¿les puedo ayudar en algo?”) me dieron repetidas ocasiones de observarlo.

Admiraba de Marijó que no supiera o, mejor dicho, que careciera a la vez de pericia y de interés para envanecerse de lo que su circunstancia le había dado en términos de oportunidades (formación en la Ibero, una estancia en Londres para mejorar su inglés), como tampoco de sus muchas capacidades naturales y aprendidas, entre las cuales siempre recuerdo su facilidad de trato con las nuevas tecnología y las posibilidades de su uso (por ejemplo, a ella se le ocurrió y se encargó de hacer los primeros podcasts educativos y literarios en la UG).

En esa misma línea, admiraba de Marijó la naturalidad con que, sin dejar de honrarlos, parecía desprenderse en el trato amistoso de los apellidos que llevaba, los cuales, si suscitaban en su favor amabilidades gratuitas y la apertura de algunas puertas, no era ella quien suponía merecerlas o solicitaba entornarlas.

Me gustaba también mucho de ella la distancia que tomaba de cualquier encuentro personal que tuviera como fondo —oculto o declarado— una competencia o de plano una disputa por demostrar superioridad. Por eso convivir con ella en un trabajo eliminaba cualquier nota de angustia (tan presente en tantos espacios, incluso universitarios), por eso en la conversación le bastaba fijar su punto y mostrar el lado de su entusiasmo, pero era inimaginable que pudiera llegar a enojarse porque otro no los compartiera, mucho menos a querer imponerlos.

Y también por eso mismo, al fin, se chismeaba muy a gusto con ella, cuantimás que siempre fue ella una chica muy enterada, sonriente, nada puritana a la hora de entrar a los asuntos y aludir a las personas.

Veo que he dicho poco y quiero concluir con todavía más poco aún. Como un emblema que curiosamente la representa muy bien, hay en la casa de Marijó un árbol plantado entre la cocina y el comedor, cuya altura recorre desde el fondo de la planta baja hasta encima del segundo piso. Insisto, el árbol está adentro, como en el título del último libro poético de Octavio Paz, y claramente no está ahí por una extravagancia de la pareja Lara Vázquez, sino por una razón más simple: porque el viejo pirul ya estaba ahí cuando ellos llegaron a ese terreno, y al concebir la casa una de las emociones mayores que tuvieron fue la de construirla alrededor del largo tronco y la abierta copa.

Hoy que se ha ido, Marijó adquiere para mí la imagen de ese árbol suelto, vibrátil, de formas caprichosas y siempre verde plantado en el corazón de su casa. Y ocurre incluso que me topo con dos versos de Alejandro Aura que imagino están siendo dichos por ella: “mi amigo el árbol y yo bailando en una fiesta / los dos buscando algo adentro de la tierra”.