Ecos de Mi Onda

Historieta en el Retrovisor: La Fiesta de las Flores

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Entre sierras y montañas y bajo de un cielo azul, como en una inmensa hamaca bañada por el sol está mi tierra, tierra de mis amores, tierra bendita, tierra que me vio nacer. Allí donde yo amé con febril locura, allí donde me amaron por vez primera, donde tuvo su cuna un idilio breve bajo el mágico soplo de la primavera…                                           

Chucho Elizarrarás

Chela los invitó a levantar el altar de la Virgen de los Dolores en su casa, por el rumbo de la Escuela Normal. Era jueves, llegaron como a las cinco de la tarde y enseguida bajaron un cuadro de la Virgen que colgaba en la pared de la sala. Lo acomodaron cuidadosamente sobre una mesa grande cubierta con un mantel blanco y formaron el altar con ramos de alelíes blancos y morados, luego nube, manzanilla y ramas de álamo blanco; en las orillas colocaron botecitos de germinado de trigo, veladoras, naranjas agrias y en el centro de la mesa trazaron un alfombrado de figuras geométricas con granos de maíz, garbanzo, trigo y arroz. Al altar le acomodaron de fondo unas cortinas moradas y blancas, y de pared a pared colgaron banderines de papel de china azules y blancos. En la Virgen de los Dolores destacaba la expresión de pesar por la pasión y muerte de Jesucristo, llorando lágrimas de tristeza. La idea de la tradición popular en muchos lugares, como en Guanajuato, es que las lágrimas de la Virgen se convierten en aguas de sabores, que se regalan a todo aquel que se acerca a los altares familiares. Mucha gente en la ciudad levanta altares y sobre todo para los mineros, esta tradición es muy importante, y es costumbre que mucha gente se traslade hasta las minas donde regalan aguas frescas y nieve.

Mario y Luis ya tenían año y medio en la Universidad, pero no sabían nada sobre la fiesta de las flores del Viernes de Dolores, debido a que coincidía con el período de vacaciones de Semana Santa y el jueves optaban por irse raudos a León en un camión de la Flecha Amarilla atiborrado de estudiantes. Pero esta vez, al escuchar la emocionada plática de Chela, decidieron quedarse en Guanajuato.

Conocieron a Chela al pagar las fichas para presentar el examen de admisión en julio del setenta y uno. Los aspirantes llenaron tres salones y la situación imponía pues varios profesores vigilaban para que nadie copiara; pero los audaces estiraban el cuello para copiar al de junto o sacaban acordeones de lugares inverosímiles. Luis no iba tan bien preparado como pensaba, pero trataba de concentrarse y agilizar las respuestas, sin embargo, llegó el punto en el que se perdió divagando y empezó a buscar respuestas en el techo, en el pupitre, en el pizarrón, en las ventanas que daban a los corredores y encontró tiempo para observar las mañas de algunos aspirantes, en la guerra y en el amor todo se vale. Mario por su parte se rascaba la cabeza y miraba para todos lados. Al finalizar el tiempo muchos imploraron que dieran quince minutos más y el salón se llenó de alboroto. Luis se paró y entregó el examen con un contenido reducido de respuestas acertadas, por más tiempo que dieran ya no contestaría más y pensó que difícilmente lograría el ansiado pase. Salió cabizbajo y se sentó en una banca del corredor. Salió Mario y se dirigió hacia Luis ¡Me fue de la…! le dijo,sin terminar la frase pues nunca se distinguió por malhablado. No obstante, a los dos les alcanzó la calificación para ser admitidos en el curso propedéutico, lo que finalmente les sirvió, pues en el siguiente examen de admisión lograron ingresar a la Escuela de Química. Algunos novatos se violentaron porque los querían rapar, pero Luis casi rogaba, pues consideraba que estar pelón era un signo de honor de haber sido admitido.

Para las ocho de la noche el altar estaba listo y los papás de Chela los invitaron a cenar. Después el ambiente fue subiendo de tono y Mario y Luis compartían la charla con algunos compañeros de clase. Santiago, se acercó con una guitarra y sorprendió con su manera virtuosa de tocar. Tras un buen rato de plática y canto, Chela se paró y caminó hacia la balaustrada de la terraza, Luis la siguió con una cerveza en la mano. La vista daba hacia una loma frente al cerro de la Bufa, una silueta negra en el fondo del cielo azul zafiro que se oscurecía al ascender, lo que permitía ver claramente las estrellas. Ambos permanecieron callados con la mirada clavada en el paisaje nocturno. Callados regresaron al grupo y de canción en canción, de plática en plática, de chiste en chiste, pasaron los minutos y las horas, con una alegría apacible, hasta que ya cansados, eran más de las tres de la mañana, por inercia cada quien fue escogiendo un rinconcito para descansar y tratar de dormir un rato. Mario dormitó sentado en un mueble de la sala de la casa.

Como a las cinco y media Chela salió de su recámara, prendió la luz y con escándalo los despertó gritando. Llevaba un vestido suelto de manta, floreado en el cuello y mangas, se cobijaba con un rebozo morado, calzaba sandalias y se veía realmente bonita con su alegre sonrisa. Insistió apresurándolos a dirigirse al jardín de la Unión y no les quedó más remedio que hacerle caso. Luis se fajó la camisa y pidió permiso de ir al baño para lavarse la cara y peinarse. Mario y los demás hicieron lo mismo. Todavía oscuro bajaron por el callejón del Saucillo con rumbo a Embajadoras. Todavía la luna se reflejaba en las losetas de piedra que brillaban, pulidos por los miles de pasos que lo subían y bajaban en los diarios recorridos de transeúntes y el juego de los niños. Salieron al Paseo de la Presa y se enfilaron hacia el jardín de Las Embajadoras. En el trayecto las jacarandas floreaban con abundancia en ese amanecer de primavera, las pequeñas flores acampanadas azul violeta tapizaban literalmente las banquetas y al pisarlas se escuchaba el leve plop del tronar de sus vesículas. Las tapias se veían colmadas de buganvilias y los balcones con macetas de malvas, begonias, helechos y geranios. En Las Embajadoras se sintió el fresco de la mañana, el sonido de las ramas de los laureles de la India al moverse suavemente con la brisa de la sierra y el canto de las aves en el clarear del nuevo día. Bajaron ligeros por Sangre de Cristo encontrando cada vez más gente alegre con el mismo destino, pasaron por el Puente del Campanero y en Sopeña el bullicio era patente, creciendo progresivamente en cuanto se aproximaban al Teatro Juárez.

Llegaron al jardín de la Unión como a las seis de la mañana y el ambiente explotaba de alegría, con personas de todas las edades, si bien predominaban los jóvenes, algunos con la vestimenta arrugada de los bailes de la noche anterior, pero otras, muchas más, en particular mujeres, llegaban ataviadas en forma especial para la ocasión, blusas y faldas de manta, bordadas con motivos geométricos, floridos y folclóricos. A la vista se presentaba un hermoso paisaje policromado de matices espléndidos rojos y rosas, verdes contrastantes, radiantes violetas, lilas y morados, amarillos relucientes, azules misceláneos y en la atmósfera flotaban los aromas sugerentes de las rosas, de gardenias, claveles, alelíes, gladiolas, crisantemos, azucenas, manzanilla, romero de la sierra. Se detuvieron a escuchar a la Rondalla que cantaba frente al templo de San Diego, una canción que ni Luis ni Mario conocían y se emocionaron escuchando Entre sierras y montañas.

Después el grupo se integró al flujo de la muchedumbre, con las muchachas caminando en el sentido de las manecillas del reloj y los hombres en sentido contrario, es decir, del Valadez hacia el Pingüis, luego dando vuelta para pasar frente al Hotel Santa Fe y el bar Luna, frente a la iglesia de San Diego y el Teatro Juárez, dando vueltas con la banda municipal tocando marchas militares, valses y sones mexicanos y gozando con la persistente explosión polícroma de toda clase de flores que inundaban con su fragancia el ambiente. Después de varias vueltas, repentinamente, en medio de la multitud apareció un rostro, que a Mario le pareció angelical, ojos claros expresivos, juguetones, boca de labios carnosos, su perfil, la melena ondulando sobre sus hombros, una bella composición cada vez más viva en ese carrusel, luego se fijó en su cuerpo menudo vestido de azul turquesa y le parecía que flotaba al andar. Todo alrededor se desvaneció, perdió importancia. La mañana con su sol explosivo, aún fresca por los estertores del invierno quedó al margen. Ella era el enfoque de las atenciones, en una vuelta, dos, tres vueltas, y surgían virtudes no advertidas, el tono de su piel, el breve talle, sus manos expresivas. Una mirada se detuvo en el tiempo, ella lo miró a los ojos y fue la flecha que Cupido le clavó en el corazón. Se había percatado de su presencia, de su insistencia y en su boca le dibujó una leve sonrisa.

No comentó nada de esto con Luis, ni con Chela ni con la tropa que lo acompañaba en el jardín al ritmo de la música de la banda. Los niños jugaban a reventar huevos de pascua de confeti, loción barata y talco, en la cabeza de las chiquillas, lo que las molestaba claramente, preocupadas por su peinado y vestido. Mario compró media docena de claveles rojos y en una vuelta se los ofreció a la hermosa muchacha. Ella los aceptó correspondiendo con una sonrisa que le inundó el alma de ilusión y le aceleró el ritmo cardiaco, pero lleno de valor se le plantó de frente y con voz temblorosa le preguntó su nombre y la energía le alcanzó para sostener un diálogo breve y convencional que, por las circunstancias de la ocasión y el carácter de Mario, no podía ser de otra manera.

Claudia siguió caminando con sus amigas al igual que Mario con los suyos. Mario temblaba de emoción, Guanajuato, la fiesta de las flores, viernes de Dolores –Tenías razón Chelita, no existe fiesta más linda en el mundo, nada se compara con esto. Como a las once de la mañana dejaron el Jardín de la Unión y se encaminaron rumbo a las minas. Visitaron Cata y Rayas. Finalmente, como a la una de la tarde cayó el telón del día florido. Mario y Luis somnolientos fueron por sus maletas para dirigirse a León en el primer autobús que encontraron. Llegaron casi a las cinco, pues les tocó un camión que tardó más de quince minutos en Silao, a pesar de que iba lleno hasta el tope de pasajeros.  Al salir de la central cada quien tomó el urbano para sus respectivas casas. Mario soñaba despierto, había logrado una cita con Claudia regresando de vacaciones.