El Laberinto

Miedos y remedios

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Después de un asalto nocturno al refrigerador y con un vaso lleno de refresco en las manos, iba caminando, todo lo sigilosa que mi torpeza natural me lo permite, considerando además que lo estaba haciendo a oscuras para no ser descubierta, cuando escuché a media escalera unas nítidas campanitas y casi riego el  líquido sobre la alfombra que amortiguó el ruido de mi escape. He de decir que asistí a la secundaria ojerosa de puro tratar de entender de dónde había salido ese sonido inoportuno.

@Psonríe

Comencé pensando que tal vez se trataba de algún monstruo inexperto: un hombre lobo vestido de estoperoles, un vampiro con demasiada joyería, un alienígena que se acababa de comer una vaca con todo y cencerro o un fantasma atormentado por alguien más que le impuso un cascabel, como a un gato, que al anunciarse de ese modo pierden el modo caza y el modo espía y solo les queda el darle sobresaltos a los desvelados, a los distraídos o a los nerviosos y desafortunadamente siempre he sido los tres. Sacudo la cabeza ante estos temores infantiles, se pasan pensando que seguro existe una explicación razonable para ellos o haciendo algo igual de supersticioso que lo que nos hace creer en ellos, como persignarse por si acaso.

Tras descartar las primeras opciones, las más amables que son los espantos de ficción, esos que voluntariamente invocamos por diversión o distracción o que sirven para disuadir a los más pequeños, toca pensar en los seres tangibles que podrían dañarnos, pudo ser un ladrón, un golpeador, un violador, un asesino serial o un todo en uno, con las perturbadoras combinaciones que se dan al alterar en la mente el orden de los pasos, considero aquí normal y hasta necesario temerles, pero sobre todo, nunca olvidar que más veces de las deseables no son un extraño sino que puede tener el rostro hasta de las personas más cercanas como amigos y familiares; en este punto me tranquilizo pensando que sólo estamos mis abuelos y yo y que desde la escalera podía escuchar sus ronquidos, además de que como parte de la rutina, si la luz estaba apagada, era porque todas las chapas de puertas y ventanas ya habían sido cerradas: a peligros reales, precauciones reales. 

Pero estaba segura de lo que había oído, y una vez que descarté al monstruo debajo de la cama y ya entrados en el insomnio, el monstruo se acostó conmigo para hacerme pensar en lo frágil de la vida, de los bienes materiales, de la cordura, en lo posible que es tener que enfrentarse a la soledad, a la pobreza, a la tristeza o a la pérdida y en cómo todos estos no se anuncian con campanitas para siquiera estar prevenidos cuando lleguen, y ante tantos temores lo único que quería era un abrazo o sentir una presencia que me acompañara, cuando el ruido de mi abuela arrastrando sus pies hacia el baño me calmó. Para estos miedos lo único que nos queda es el valor y la compañía.

Regresando desvelada de la escuela, al pasar por la sala, volví a escuchar las campanitas y resultó ser un viejo reloj alemán que sonaba fuera de tiempo y entonces recordé que unos días antes había estado jugando con él y le había movido la cuerda. Estos son el último tipo de temores, esos que tienen una base material, una pizca de imprudencia y terminan volviéndose una verdadera avalancha en nuestras cabezas, para esto solo queda entender y desmenuzar. No se tarden veinte años como yo en conseguirlo.