El Laberinto

El boleto mostrenco

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Era un día como cualquier otro en el metro de la ciudad, ambulantes vendiendo dulces, lámparas, revistas de pasatiempos, niños pidiendo dinero, con el argumento de que vienen de la comunidad más pobre de la sierra de Puebla (por cierto que aún espero el momento adecuado para preguntarle a alguno de qué comunidad se trata), músicos urbanos con niveles variados de talento que provocan reacciones que pueden oscilar entre el  me quito los audífonos para disfrutarlos, hasta el  tal vez no sea tan malo cambiar de vagón aunque me vaya parado.

La gente tecleaba frenética en sus celulares mientras una pareja se besaba como si estuvieran solos y un par de estudiantes leían con poco tiempo sus deberes del día.

De repente algo rompió ese equilibrio de ignorarnos mutuamente y de viaje a gusto, ahí tirado en el piso a la vista de todos se encontraba el boleto, solo, sin dueño, listo para usarse.

Nadie vio a quién se le cayó, pero todos lo observaban como el objeto más valioso del mundo, seguramente algunos usuarios traían muchos en su cartera, tal vez nadie lo necesitaba, pero comenzaron a verse todos como rivales,  y a su vez como futuros dueños de aquel viaje gratis.

Todo movimiento generaba desconfianza, las estaciones se fueron haciendo largas, cada que alguien nuevo subía notaba extrañado la tensión para después sumarse a la competencia  y a su vez los que debían bajar le dedicaban una larga vista como despidiéndose, nadie lo agarraba, nadie lo ignoraba y nadie osaba pisarlo.

Faltando poco para llegar al final de la línea un señor un tanto obeso y muy desparpajado se decidió y en un solo movimiento se paró, tomó el boleto del piso y se bajó como rayo ante la estupefacción de los presentes. Al cerrarse la puerta llegó una ola de murmullos indignados y después todo volvió a la normalidad.

Creo que valió la pena tremendo espectáculo por 3 pesos, la próxima vez les tomó video.