Candil de la Calle

Michoacán incendiado

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Hay hombres que parecen tener sólo una idea y es una lástima que sea equivocada.

Charles Dickens

(Foto: Especial)

La fotografía es elocuente: el arco de la entrada principal a este pueblo michoacano tiene un letrero que dice: “Bienvenidos a Parácuaro. Ciudad de artistas y hombres ilustres”.

Bajo este arco, la enorme caja de un camión —algún transporte de productos alimenticios, al parecer— se encuentra en el piso, humeante, incendiada.

Algunos policías municipales contemplan la escena.

¿Acaso pueden hacer mucho más que eso?

Lo que ocurre en Michoacán no nos es ajeno, no puede serlo, aunque lo parezca o aunque frecuentemente el tema de conversación comience con una frase algo así como “¿ya viste lo que pasa en Michoacán? Terrible, ¿no?”, como si se hiciera referencia… a otro país.

Un país lejano.

Los municipios del sur del estado de Guanajuato tienen años viviendo las secuelas de la historia michoacana cuyos antecedentes se remontan a la siembra de la mariguana y el repunte de la comercialización a través de los hermanos Valencia, entre fines de los años ochenta y principios de los noventa.

Luego, localidades como Apatzingán y el puerto de Lázaro Cárdenas se ubicaron en una ruta ideal para el trasiego de sustancias químicas, y la posterior instalación de laboratorios para la elaboración de drogas sintéticas, esta vez a cargo de los Zetas, cuando éstos llegaron a principios del 2000 al territorio michoacano, en su calidad de brazo mortal del cártel del Golfo.

El fuego se advertía.

El incendio surgió a la par de la Familia Michoacana, en el arranque del sexenio de Felipe Calderón. Los argumentos del grupo iban contenidos en un libro, un ideario propagandístico de adiestramiento, que sirvieron para reclutar a cientos de seguidores y expulsar a los Zetas del territorio de esa entidad… para ocuparlo ellos, con el pretexto de que se hacían cargo de “la justicia divina”.

Desde entonces, lo hemos visto todos, Michoacán no ha dejado de arder. Y esas llamas han alcanzado de manera inevitable a Guanajuato en varios momentos.

El desplazamiento de células y jefes de la Familia Michoacana ante la declaración de guerra de Calderón y la irrupción de las fuerzas federales para ello, tuvo como una de sus rutas la guanajuatense, donde pronto comenzaron a operar, a establecer zonas de dominio, plazas, negocios como el tianguismo informal ideales para ser controlado por sus visos de ilegalidad y la corrupción de autoridades, y de ahí a giros negros, a fuerzas policiacas, a empresas establecidas, a empresarios, a sus familias.

A los gobiernos municipales. Estatales. Las venas de autoridad.

Atentados a gasolineras, incendios de vehículos, ejecuciones, secuestros, cooptación de policías. Todo ello ha sido vivido, palpado, comprobado, en nuestro estado.

Hoy se habla de un estado sin gobierno. Con grupos ciudadanos que se organizan, se arman e instauran su ley para enfrentar a los narcos, impasibles soldados y federales. Los soldados combaten a las denominadas “autodefensas” (esos grupos de cuya aparición, ante los vacíos de autoridad o la corrupción de la misma, advirtieron los expertos desde hace años) y no han logrado apaciguar a Michoacán.

Michoacán arde.

Y Guanajuato, tan cerca.

Que no se nos olvide.