El Laberinto

Sombra aquí y sombra allá

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(Foto: Especial)

La semana pasada me ganó el tiempo y tuve que ir a la escuela de cara lavada, pensando perezosamente (no me juzguen) que podría maquillarme como muchas otras mujeres en el camino.

Más que de un afán presumido de mostrar al mundo cómo se transforma el rostro bajo las diestras pinceladas, se trata de robarle tiempo a la pestaña negra y rizada a favor de la otra no menos importante “pestañita” matutina, es toda una tradición entre las oficinistas y estudiantes madrugadoras dejar el momento del embellecimiento para el transporte, transformando los camiones y vagones del metro (y en casos más intrépidos los autos) en auténticos salones de belleza

Mientras se avanza, vemos cómo sobre las piernas de las afortunadas que alcanzaron un asiento aparecen bolsas de todas las dimensiones y diseños imaginables, que al abrirse dejan ver toda aquella refinada y pequeña tlapalería que uno a uno y en esmerados pasos va dejando brotar la belleza interior de sus dueñas.

Se comienza con una ligera “base correctora” que empareja el color del rostro y cubre las imperfecciones y a veces hasta la forma misma de la cara y que en casos extremos hace parecer que dicho frontispicio cefálico no pertenece a aquel cuello, para después dejar desfilar las sombras de colores, el delineador casi siempre negro, el rimmel que levanta pestañas y abre ojos y al final, cual cereza de pastel, la boquita roja.

No cabe duda que el maquillaje ayuda a las mujeres a encajar en los estereotipos de belleza, que empodera, que da seguridad y que ayuda a que le demos nuestra mejor cara al mundo, aunque a veces nuestra idea de “mejor cara” no corresponda con la que tienen los demás, en cuyo caso ver a alguien maquillarse se equipara con el acto de ver una hermosa pared nacarada ser garabateada con obscenas leyendas y colores estridentes.

En mi caso olvidé la cosmetiquera en casa y tuve que conformarme con pasear mí rostro al natural y responder a las preguntas sobre mi estado de salud.