Entre caminantes te veas

Vivo… pero estoy muerto

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presa y bufaYa casi no recuerdo cuándo fue que morí, lo que sí recuerdo, con más frecuencia de lo que desearía es cuando tenía vida, cuando existía, cuando era alguien en este mundo y no solamente un muerto… un muerto vivo.

Alguna vez fui minero, uno de tantos que diariamente penetran en las entrañas de la tierra sin saber a ciencia cierta si regresarán. Siempre me pareció una especie de sacrilegio entrar en el subsuelo, era como mancillar a la naturaleza para arrancarle pedazos de su alma ¿cómo no habría de temblar la tierra y enfurecer ante tales profanaciones? Sin embargo, no tenía más remedio que hacerlo porque necesitaba llevar a casa lo necesario para que mi esposa y mi único hijo pudieran vivir sin tantas carencias. No importaba cuán cansado volvía de la jornada, ni los fuertes dolores de espalda o los ardores en el cuerpo que reclamaban por tanto abuso; verlos a ellos felices ante una mesa con alimentos era mi recompensa.

Pero como siempre, nada es eterno ni hay felicidad que perdure. Una mañana el urbano en el que viajaban mi esposa y mi hijo se accidentó. La muerte me los arrebató llevándose mi vida con ellos. Naturalmente el dolor fue insoportable, no lograba concentrarme, me despidieron sin miramientos dejándome sin un medio de subsistencia. Todavía no conseguía asimilar bien lo sucedido cuando mi suegro me avisó que debía desocupar la casa en la que vivía, una propiedad que él nos regaló al casarnos, pero ahora que su hija y su nieto estaban muertos, yo ya no tenía cabida en ella. En pocos días lo perdí todo. Así fue como morí, simplemente, dejé de ser.

Al principio lo más duro eran las noches, no podía conciliar el sueño pensando en todas las cosas que podían ocurrirme ahí, agazapado en un rincón de cualquier callejón cubriéndome con mis brazos y amparándome con la luz de uno de tantos faroles que hacen que la oscuridad parezca más amable. Generalmente lo que hacía era llorar, llorar sin pausa ni control, hasta que las mismas lágrimas terminaban por cegar y cansar a mis ojos trayendo el alivio del sueño. Después ya no importaron las noches porque comprendí que a la desgracia no le importa caer en quien ya ha caído y devastado. Poco a poco perdí mi nombre, ya no había necesidad de mencionarlo porque para la gente era como si yo no existiera. No importaba en dónde estuviera: mercados, plazas, calles, banquetas… era igual, nadie advertía mi presencia, a nadie le interesaba mi abandono. También perdí la dignidad cuando debí alimentarme de la basura y aprovechar las bebidas que encontraba a medias en el suelo o en alguno de los cestos de basura. Las tragaba sin sentirlas, sin pensar en los labios y las manos que las habrían tocado. Tuve miedo de perder la voz también porque ya no había con quien hablar, ni siquiera con otros como yo, para quienes la calle era su refugio. Ellos también construyeron su mundo aparte, ajeno a los demás.

Fue cuando comencé a hablar solo, lo hacía para no olvidar cómo hacerlo, para sentir que había un ser humano delante de mí respondiendo mis interrogantes, diciéndome que todo estaba bien, que no había muerto con mis muertos y que moraba en un mundo plagado de seres humanos como yo, en alguno, en alguno de tantos encontraría algún día consuelo, una mano extendida, una mirada llena de amor…

Soy un muerto, un muerto que aún tiene vida. Y aunque el mundo se ha olvidado de mí, yo sé quién soy. Lo sé y a veces lo grito a media noche rompiendo el silencio del callejón dormido: Soy Fernando… soy un ser humano ¡Un caminante! Y después me desplomo en ese suelo con olor a orines que ha penetrado mi piel también y lloro con todas mis fuerzas… porque tampoco quiero olvidar cómo llorar.