Entre caminantes te veas

El ángel de las alas rotas

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Amelia despierta antes de que el día claree, camina entre las penumbras tratando de hacer el menor ruido posible para no despertarla. En cuanto alcanza la cocina se encierra para comenzar a hervir las verduras, a colar el café, a sacar nata de la leche para untarla en el panqué recién horneado.

Ella suele comenzar a gritar a partir de las ocho, sus gritos se estrellan en cada rincón de la casa llenándolo todo de añicos, de trozos desesperados, angustiantes y tercos. ¡Ameeeeeeliaaaaa! Y ella apresura sus movimientos torpemente tropezando, volcando, tirando todo lo que está a su paso con tal de silenciarla lo más rápidamente posible. Intenta no escuchar los reproches de cada día “¿Por qué tardaste tanto?”… “¡Cada vez eres más inútil!”…”Pensé que te habías quedado sorda ¡nunca escuchas nada!”…”A este paso moriré de inanición”.

Después de cargar a la inválida hasta la mesita y dejarla sentada en la silla para que desayune, Amelia abre las ventanas con la esperanza de que el aire fresco y el sol se lleven el olor de los orines, el aroma de la medicina, la vejez que asesina el cuerpo, la amargura que pudre el corazón.

Lava el orinal, cambia las sábanas, limpia a conciencia cada rincón interrumpiendo de cuando en cuando su labor a cada nuevo capricho: “Llévate los trastes sucios”…”Limpia bien con cloro los espejos”…”Mira eso, una araña en el rincón, eres una puerca, no haces nada bien”. Aguanta las lágrimas cuando ella arroja el vaso de plástico aún con leche sobre su cabeza “Apúrate que me tienes que bañar”…

La jornada termina hasta bien entrada la noche, culmina después de la docena de pastillas, del masaje, de la crema en el cuerpo y las mascarillas en el rostro, de cepillarle el cabello y cerrar bien las cortinas para que no pase un solo rayo de luz. Hasta entonces es al fin libre… pero está tan cansada que es imposible aprovechar esa libertad. A veces se sienta en el borde de la ventana en su cuarto para escuchar la música de la estudiantina que con su algarabía y gritos de júbilo llenan el ambiente aunque se escuchen lejos.

Dos gruesas lágrimas resbalan de sus ojos mientras se pone la pijama dando la espalda a esas alas invisibles que permanecen colgadas, rotas y empolvadas junto a la puerta de salida. Entonces mira en el espejo su reflejo… cada vez más gris, cada día más viejo y encorvado… cada noche más marchito y seco. Se persigna antes de cerrar los ojos para dormir mientras eleva una oración al cielo por esa mujer que descansa en la habitación de al lado, por esa ancla que la mantiene varada, por esa madre enferma que un día le dio… ¿la vida?