Entre caminantes te veas

El gran árbol de las raíces trozadas

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Azucena miraba el jardín a través del ventanal. El gran árbol como siempre, permanecía de pie, indiferente en apariencia aunque ella sabía que no era así, que estaba… estuvo… y ojalá siguiera estando. Pensar en que podía ser derribado le causaba un dolor insoportable.

En un rincón de la habitación estaban apiladas las cosas que aún quedaban de papá, entre ellas la caja con las cartas que un día mamá le escribió y que no siempre él respondió. Lo sabía porque las leyó mil veces a escondidas, una y otra vez hasta que terminó aprendiéndoselas de memoria. Siempre le fascinaron. La caja de cartas de papá era enorme, en cambio las de mamá cabían en una pequeña caja de madera y aun les quedaba espacio para chocar con las paredes en el interior cuando eran manipuladas. Siempre fueron así las cosas. Mamá daba tanto en todo, mientras papá… cuando él estaba en casa —en esas contadas ocasiones en las que estaba— todo debía hacerse a su modo y capricho so pena de soportar su mal genio las siguientes horas.

Cada vez que su madre sonreía la niña imaginaba que una mariposa levantaba el vuelo. Pero las sonrisas en ese rostro tan amado se fueron escaseando hasta volverse nulas. Y entonces fue como si la mujer se marchitara sin remedio. Azucena no comprendía a dónde se habían marchado las palabras de amor, ¿por qué esas frases escritas en aquellos papeles de colores y con besos pintados no estaban haciendo efecto? ¿Acaso el amor tenía también caducidad como las galletas, la leche o el pan?

Desde que papá enfermó de furia todo en él era incomprensible. Aunque él ya había dejado de ser feliz con ellas desde hace mucho, también había decidido que si él era infeliz, toda la familia debería serlo, así que sacó a relucir las frases que más lastimaban, sus acusaciones más infames y se dio vuelo golpeando una y otra vez el corazón de la madre con tanta vehemencia que terminó fortaleciéndolo a base de tanto dolor, volviéndolo inmune.

Se supone que los papis que aman no destruyen los castillos de sus princesas ni devastan sus reinos para demostrar quién pudo más. Ahora, Azucena y su madre serían dos caminantes sin una casa, pero con la posibilidad de construir un hogar… a pesar de las heridas. Un hogar en el que después de tanta guerra, ojalá pudiera al fin reinar la paz anhelada, en el que regresen las mariposas en forma de sonrisas por montones y las palabras de amor no tengan fecha de caducidad.

Impulsivamente, Azucena salió corriendo hacia el gran árbol y como tantas otras veces lo había hecho, se abrazó al tronco con todas sus fuerzas, y también con todas sus fuerzas lloró hasta sentirse exhausta. En otro tiempo su perrito hubiera aprovechado para correr alrededor de ambos entre ladridos y gruñidos de placer. Hoy, eso era imposible porque se lo había llevado la tía para cuidarlo mientras encontraban una nueva casa que se ajustara al presupuesto con el que contarían después de que su padre consiguiera recuperar lo que tanto peleó: su mitad de todo. Adiós gran árbol, ojalá que nadie tenga que arrancar tus raíces del suelo para mostrar su poderío.