Ecos de Mi Onda

El Jinete

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No vale nada la vida, la vida no vale nada, / comienza siempre llorando

 y así llorando se acaba. / Por eso es que en este mundo, la vida no vale nada.

José Alfredo Jiménez

(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

Era un domingo de 1972, no puedo precisar la fecha, pero fue en aquel famoso programa de Raúl Velasco, Siempre en Domingo. No estaba poniendo mucha atención, pero Raúl lo presentó y él empezó a cantar, como siempre, elegantemente vestido de charro y acompañado por un mariachi, tal vez el Mariachi Vargas de Tecalitlán, se me escapa ese dato. En la imagen en blanco y negro de la tele de la casa… Cómo puedo pagar, que me quieran a mí por todas mis canciones… se veía demacrado, eso me llamó la atención,… pero todo lo aviento porque quiero morirme como muere mi pueblo… estaba muy delgado y se veía enfermo… para hacerlos vibrar y llenar otra vez sus almas de ilusiones… En ese punto me ganó la curiosidad, algo estaba pasando, algo importante,… Deveras, muchas gracias por haberme aguantado tanto tiempo, desde 1947 hasta 1972 y yo siento que todavía me quieren… se estaba despidiendo de su público fiel,… pero sus aplausos, esos los traigo aquí dentro… tranquilo, resignado, cumpliendo su destino de cantarle a la gente hasta el final de su propia existencia… esos se van conmigo hasta la muerte…  Se me hizo un nudo en la garganta, era José Alfredo Jiménez.

Para los mexicanos la música ha sido siempre un acompañamiento imprescindible en el camino de la vida, en los momentos de tristeza y de alegría; presente en los ceremoniales religiosos de tinte sincrético, con sus reminiscencias ancestrales de raíces prehispánicas, aún vigentes gracias a las tradiciones, con danzas al son de tambores, flautas y cajas resonantes de cuerdas; esencial en los ceremoniales sociales con las quinceañeras y chambelanes, aun evocando la atmósfera porfiriana de fines del siglo XIX, con sus amplios salones y grandes orquestas interpretando los valses europeos de moda en el país, como los de Johann Strauss, así como plenamente nacionales, como los del maestro guanajuatense Juventino Rosas, o de Macedonio Alcalá, o Enrique Mora. Es fácil imaginar a una pareja meciéndose suavemente al influjo rítmico de Sobre las Olas, Alejandra, o Dios Nunca Muere. La música, siempre la música, desde la risa hasta el llanto, desde la cuna hasta la tumba.

Durante los tres siglos del virreinato se fue ampliando el número y diversidad de instrumentos musicales disponibles en estas tierras soleadas, para la interpretación de piezas dedicadas al culto religioso, o de las composiciones profanas dedicadas específicamente al esparcimiento social, tanto para las élites cortesanas, como para las masas populares de esa época tan poco valorada y comprendida, pero a pesar de todo, indiscutible raíz de una incipiente identidad, e incluso nacionalidad. Guitarras, arpas, clavicordios, vihuelas, violines, flautas, trompetas, órganos, le iban dando el acompañamiento, con ritmo y melodía, al movimiento dinámico de la mezcla inevitable de dos mundos, hibridación, mestizaje étnico y cultural, nuevas sensaciones, nuevas formas de expresarse y de sentir.

La música que llegó en la alforja de los recuerdos de los ambiciosos españoles y que evocaba el terruño, la provincia y sus tradiciones, y que fue interpretada nostálgicamente para las primeras generaciones criollas, fue cediendo el paso a géneros nacientes y crecientes en la medida del dominio del mestizaje. Así, ya para fines del siglo XVIII, los sonecitos de la tierra, constituían el germen de un género que fue apropiadamente tomando su lugar como la música tradicional mexicana, el son, con sus variantes en el mosaico geográfico, desde el norte hasta el sur y desde el litoral del Pacífico hasta el del Atlántico, del México independiente del siglo XIX.

Precisamente del son jalisciense, particularmente abajeño, tuvo su origen la música del mariachi, inicialmente con las características del son, siempre interpretado en grupo, con todos los integrantes tocando un instrumento: guitarras, guitarrón, arpa, violines, y asimismo cantando las letras de las canciones, entonando temas de paisajes campiranos, amorosos, costumbristas, históricos, míticos y hasta políticos. Para fines del siglo XIX, los sones constituían la música que acompañaba las celebraciones festivas importantes de las pequeñas poblaciones urbanas y rurales del país, llamando la atención al grado de que el mismo presidente Porfirio Díaz solicitó la presencia de un grupo de mariachis, con todo y bailarines de jarabe, para amenizar una celebración diplomática oficial en 1901, lo que constituyó un factor para que en 1903, el mariachi de Concho Andrade grabara en Chicago el primer material discográfico de este género.

La música ranchera o de mariachi acompañó a los combatientes en todo el trayecto de la Revolución Mexicana y enseguida prendió en el gusto de la población de las grandes ciudades del país, y a los campesinos que comenzaron a emigrar en busca de trabajo a las grandes ciudades, se fue sumando una cantidad significativa de músicos, principalmente del centro-occidente del país, buscando unirse a grupos para sobrevivir interpretando canciones rancheras o de mariachi.

No se puede decir que José Alfredo fuera justamente un hombre de campo, pero siendo adolescente ya sabía de la fama de los grandes cantantes que aparecían vestidos de charro, hombres cabales que vivían aventuras intensas a caballo y romances sublimes al pie de los balcones, y que acompañados por el mariachi entonaban canciones bravías en las películas trascendentales de la época de oro del cine nacional. Supo también de la importancia de los compositores de la talla de Manuel Esperón, Pepe Guízar o Gilberto Parra Paz, pero fundamentalmente se dio cuenta de su talento y enorme potencial para crear melodías y tejer historias musicales. El camino fue difícil, pero un día le dijo un arriero que no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar.

A José Alfredo se le empezaron a abrir las puertas de la fama, una vez que en 1948, Andrés Huesca le grabó su primera canción, “Yo», y enseguida empezó a tener presentaciones en la emisora XEW, La voz de América Latina desde México, para brincar a los primeros planos del mundo del espectáculo. Al mismo tiempo, Ismael Rodríguez trasladaba en sus películas la problemática del ambiente campirano a la barriada urbana de la Guayaba y la Tostada, de Pepe el Toro y la Chorreada en Nosotros los Pobres y Ustedes los Ricos, pero en ese nuevo ambiente se destilaba la añoranza del pasado reciente, y no sólo en la fantasía de las películas, sino en los espacios de la vida real, uno de los cuales resultaría simbólico, la cantina El Tenampa, que desde noviembre de 1925, hace noventa años, se fue convirtiendo en la catedral del mariachi y de la música ranchera, irradiando su fulgor hacia toda la plaza de Garibaldi en la ciudad de México…Quien no llega a la cantina, exigiendo su tequila y exigiendo su canción.

No tuvo educación musical, no tocaba ningún instrumento, pero su don le dio la posibilidad de ser escuchado y valorado, de generar auténtica credibilidad, sin importar que tenía que silbarle las melodías al maestro Rubén Fuentes para que se las revistiera con el justo arreglo musical y ser de inmediato musicalizadas por el mariachi Vargas de Tecalitlán y cantadas por los mejores cantantes de México y del mundo, Jorge Negrete, Pedro Vargas, Miguel Aceves Mejía, Pedro Infante, Javier Solís, Amalia Mendoza, Lola Beltrán, María de Lourdes, Lucha Villa, entre muchos otros.

El catálogo de José Alfredo es impresionante, pero lo es más que sus canciones se sigan interpretando hasta el día de hoy y que si se da la ocasión de que un grupo de amigos se reúna en una tarde bohemia, no faltará quien comience el eslabón, de uno en uno, para formar la cadena de canciones, que flotando en la memoria colectiva, surgirán como un flujo intenso de sentimientos y emociones.

¿A qué le cantaba José Alfredo? Parece muy simple asegurar que le cantaba al alcohol, haciendo un homenaje ostentoso a la embriaguez y a la actitud conformista en respuesta a los amores despechados. Pero la temática que abordó fue muy diversa, enfundada en valses mexicanos, corridos, huapangos, sones y rancheras. José Alfredo tenía sed de ser amado, y abrasar a todas las mujeres no le bastaba para poder darse un abrazo de ternura a sí mismo y encontrar finalmente el amor verdadero que siempre intuyó. Era un hombre valeroso y un caballero, pues en sus canciones no encontramos signos de machismo recalcitrante, y sus confesiones de dolor parecen auténticas, no expresadas en tono de chantaje. Si una mujer lo abandonaba por alguna razón, él lo entendía y con sinceridad le dejaba el camino libre Añoraba los espacios de la vida sencilla… Yo no entiendo esas cosas de las clases sociales. El mundo complicado no le sentaba bien.

Esas sensaciones vitales son comunes a muchos seres humanos, si bien no todos buscarán la solución de refugiarse en el alcohol o en otro tipo de sustancias para evadirse de la realidad. Pero escuchar las canciones de José Alfredo es siempre una catarsis, un verdadero efecto purificador.

José Alfredo Jiménez pasó por la vida como un jinete cabalgando por la lejana montaña, vagando solito en el mundo, La quería más que a su vida y por eso llevaba una herida, por eso, con el alcohol, deseaba la muerte, para reunirse con su amada. José Alfredo Jiménez murió el 23 de noviembre de 1973 y en vida nunca le gustó subirse a los caballos.

Una experiencia estética, el amor en la muerte como fin de la vida.