Candil de la Calle

Vivir en Salamanca

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 (Foto: Especial)
(Foto: Especial)

En el año 2007, diputados del Partido Acción Nacional llamaban a la ciudad de Salamanca la más contaminada del país ante la opinión pública, y denunciaban que sus índices de partículas contaminantes presentes en la atmósfera superaban incluso la difícil situación del Distrito Federal.

En ese entonces (hace 8 años), los panistas se hicieron acompañar por algunos expertos europeos, para apuntar, directo y sin escalas, a Petróleos Mexicanos a través de la Refinería “Ingeniero Antonio M. Amor”, a la Comisión Federal de Electricidad y a la empresa Tekchem, como las principales emisoras de contaminantes en perjuicio de los salmantinos y su entorno.

Hablaron de una cifra elevada de mortalidad y cáncer en la población; ofrecieron apoyar las denuncias que ciudadanos quisieran presentar ante la Procuraduría Federal del Medio Ambiente (Profepa); exigieron a esa instancia federal su intervención enérgica; hablaron de una contingencia diaria y, de pasadita, dieron un repasón a los elevados índices de deterioro ambiental en el Río Lerma.

En el 2009, Iván Restrepo escribía en La Jornada un artículo que comenzaba con estas frases: “En Caminos de Guanajuato, el poeta José Alfredo Jiménez dice que no pasemos por Salamanca, que ahí nos hiere el recuerdo. Agreguemos ahora también otra cosa mucho más peligrosa: la contaminación. Durante décadas, grupos ciudadanos se han quejado por la situación ambiental que ahí prevalece…”.

La última línea determina el meollo del asunto: si alguien sabe lo que es vivir entre ropa manchada de amarillo, apestosa cuando la ponen a secar; ventanas que se oxidan rápidamente y escasas ganas de salir a hacer alguna actividad al aire libre —entre varias otras cosas— es el habitante de Salamanca.

En el 2002, participé con otros compañeros de Proceso en la elaboración de un reportaje sobre la contaminación generada por las plantas termoeléctricas en el país, que se publicó a mediados de ese año. Fue la primera vez que como periodista lancé una mirada más amplia a la ciudad, a su industria; recorrí las calles, visité varias casas, hablé con pobladores, con ambientalistas, que en ese entonces hablaban de “un crimen ecológico y humano”.

En ese año, se registró el fenómeno denominado “lluvia ácida” en 15 ocasiones, sólo durante el mes de abril. La termoeléctrica de CFE quemaba cuatro veces más combustóleo que la refinería de Pemex. Pero se daban el quién vive.

En ese 2002, la población de Salamanca rondaba las 320 mil personas y la termoeléctrica de la CFE daba empleo a poco más de 2,700. El patronato para el monitoreo de la calidad del aire reportaba que la Norma Oficial Mexicana para la calidad del aire era rebasada al menos una vez cada 15 días.

Dejaron de instalarse postes metálicos por la oxidación derivada de la contaminación. Se sabía que la termoeléctrica estaba socavando los mantos acuíferos del valle de Salamanca, lo que además tenía otro efecto inquietante: los hundimientos en algunos puntos de la ciudad.

Los saldos de las diversas fuentes contaminantes en Salamanca, sus efectos en la salud de sus habitantes, en la infraestructura urbana y habitacional, no terminarán de medirse sino hasta dentro de otros tantos años.

El problema es que para los salmantinos la mitigación ha sido mínima, superflua, condicionada a la actividad industrial preponderante, al discurso del empleo y la inversión, a la corrupción y el despilfarro presupuestal también en las paraestatales ineficientes para modernizarse y salvar los impactos que tienen sobre el entorno.

Mientras eso sucede, mientras funcionarios de los distintos niveles se lanzan la bolita y se deslindan de su mínima o máxima responsabilidad, nadie en las esferas oficiales se atreve o cree conveniente reconocer los problemas de salud pública vigentes al día de hoy por este panorama.

Como nadie habla de la nata gris que cubre a la ciudad de León, desde la tarde hasta las primeras horas de la mañana.

Como si callando dieran, literalmente, un respiro al problema.

Y no.