Entre caminantes te veas

En la casa azul del callejón frente a la fuente

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(Fotografía de Paul Morin)
(Fotografía de Paul Morin)

Su abuela Francisca decía que las mujeres nacen madres y por este hecho nacen para sufrir, para llorar, para desangrarse y vivir en soledad. Que al mismo tiempo que dan vida son vida, vida en su más cruda expresión. Por esta razón cada veintiocho días la luna las tiñe de rojo con dolor y les recuerda cuál es la función que vienen a ejercer. Para ella  tener hijos era una cuestión de valor.

Hoy, Verónica recordaba esas palabras con más fuerza que nunca pues llevaba un hijo en el vientre estando en plena flor de la vida, sentía sus movimientos en las entrañas, su corazón lo amaba seguramente por instinto más que por convicción porque aún la rodeaban esas muñecas que la observaban desde sus ojos vidriosos recordándole que no hace mucho era solo una niña jugando a ser mamá.

Su padre siempre le dijo que ella era diferente, especial. Que sabía que llegaría lejos, que sería letrada, y no una ignorante más como él, que apenas si conseguía leer una que otra sílaba. Con lo que no contaban era con la astucia de Martín, el hijo de Genaro que siempre andaba como una mala sombra detrás de la niña. Y tanto insistió, tanto se esforzó para hacerla caer que Verónica terminó cayendo, sin redes de por medio se arrojó al precipicio del amor… y se estrelló.

Ahora sus entrañas tenían un inquilino que desde antes de nacer ya demandaba su vida, su tiempo y sus fuerzas. Había tropezado por caminar sin rumbo, por creer en el amor, por sentir que podía ser amada y conseguir a través de su entrega la felicidad.

Verónica sufre y llora por las noches escondiendo el rostro entre la almohada para ahogar los sollozos. Siente que su vida se ha terminado. Y sin embargo, despierta cada mañana con valentía, sube la empinada cuesta del callejón que la lleva hasta la escuela, con su corazón estoico y fuerte soporta las miradas de burla, las risas que cascabelean a su paso, los susurros de los jueces implacables que se meten en las vidas ajenas para desmadejar voluntades. Más no la de ella, porque su padre no se equivocó jamás. A pesar de su caída o tal vez a consecuencia de ella, Verónica era especial, algún día llegaría lejos, tardaría un poco más porque se vería obligada a hacer un alto en su camino para dar vida y darse por completo al ser que estaba por nacer, pero llegaría.

Hoy, ella no es consciente de nada ¿cómo serlo cuando se sufre el abandono y la traición… cuando la espalda, el alma y el corazón cargan más de lo que pueden soportar? Se levanta, camina y duerme por inercia a veces y por necesidad a ratos. Su padre la mira con tristeza, también piensa que ha perdido su valor, que frustró su vida, que no tiene más futuro que seguir el camino de la mediocridad, como él.

Hay caminantes que a veces pierden el faro, que se extravían en el dolor. Ha anochecido, la ciudad está inundada de luces y los ladridos de los perros rompen la monotonía. En la casa azul del callejón frente a la fuente, la tristeza cuelga de las ventanas hoy, pero mañana… mañana estallará en carcajadas y alegría. Porque ningún dolor dura por siempre, porque una vida que llega, a pesar de las circunstancias, es sinónimo de bendición, no de tristeza.