Ecos de Mi Onda

Historieta en el Retrovisor: Trébol de cuatro hojas

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El destino es el que baraja las cartas,

pero nosotros somos los que jugamos.

William Shakespeare

*

Guanajuato, marzo de 1974.

(Foto: Archivo)
(Foto: Archivo)

Se sentían los aromas de la primavera en Guanajuato y en palomilla echábamos relajo en el jardín de la Unión. Una tarde después de clases en la Escuela de Química, en medio del parloteo, alguien, creo que fue el Beto Ciprés, propuso la idea de ir de paseo a Santa Rosa sólo por pura diversión, y como de broma, que fue tornándose en un asunto serio, empezamos a planear la excursión. Las muchachas entusiasmadas se comprometieron a llevar los bocadillos y nosotros las bebidas, pero nada de alcohol, dijo enfáticamente Matilde y todas las chicas apoyaron con firmeza el pronunciamiento, luego se ponen muy locos, sostuvieron en coro. Fijamos la fecha, jueves 21 de marzo, no hay clases y celebramos la llegada de la primavera, dijo la parlanchina de Matilde, y a Bomberito Juárez, chacoteó Valdo con su acento norteño, entre risas.

Como lo acordamos, a las once de la mañana ya estábamos los diez amigos en la parada de la Alhóndiga, esperando el camión con rumbo a Santa Rosa. Rita y Candi cargaban una gran canasta cubierta por un mantel blanco y me llamaron para que las ayudara; eran los bocadillos, pero al levantar el mantel vi que se trataba de un abundante banquete, con guisado, frijoles, sopa de arroz. Les mostré esto a los muchachos y de inmediato nos cooperamos y Beto y Güicho se fueron por los refrescos para no quedar mal.

El camión arrancó casi lleno y el grupo se acomodó en la parte de atrás con alborozo. El chofer llevaba el radio en una estación de Irapuato y se escuchó la voz de Raphael. Mario, que iba entretenido con las bromas de los amigos se sintió atraído (yo soy aquel, que por quererte ya no vive…) y enamorado como estaba, pero disimulando su agrado por la canción del divo de Linares, se encogió en el asiento mirando el paisaje tras la ventanilla. Pasando la desviación a la presa de la Esperanza y subiendo la cuesta, se veía el perfil de la iglesia de Valenciana, recortado sobre el cielo tan azul de Guanajuato tapizado de altas nubes rizadas (que estando lejos no te olvida, el que te espera, el que te sueña…). Claudia había ido a Celaya y ni se atrevió a mencionarle lo del paseo, su amada novia no podía ver ni en pintura a sus amigos, lo que era recíproco.

Bajaron hacia el pueblo y siguieron adelante por el camino lateral del templo hasta que hallaron una pequeña explanada entre dos laderas arboladas, por la que corría un pequeño arroyo. Exploraron el terreno y Aurelio, que se las daba de boy scout, prendió una pequeña fogata para calentar la comida. Después de comer, bromear y platicar por un buen rato con afán distendido, Candi y Mario, afinidades electivas, se separaron del grupo conversando muy entretenidos.

Se filtraban los rayos de luz por el enramado verde amarillento de los encinos y fresnos. La hojarasca cubría hasta casi media pierna al subir por la ladera empinada, y teníamos que sujetarnos de algunas ramas y troncos delgados para no resbalar hasta el fondo. Candi iba a mis espaldas, con sus manos aferradas a mis hombros, cuando por poco se resbala. El verde musgo y la superficie lodosa hacían difícil la subida y a Candi le ganaba la risa. En un espacio el enramado era tan tupido que casi se cubría de oscuridad, sin embargo, la luz filtrada le daba un encanto de reflejos dorados que jugaban a las escondidillas, se arrebozaban y luego encandilaban, como si se divirtieran al notar nuestro asombro que compartíamos conversando sobre las maravillas de la luz, de los colores radiantes, difusos, opacos, brillantes, dependiendo de la posición, del movimiento, del abrir y cerrar de los ojos y ver la dispersión como arco iris en el filo de las pestañas. Nos sentamos en el tronco grueso de un árbol caído de tan viejo y platicábamos teniendo literalmente el trino de los pájaros por fondo. Era una de esas tardes apacibles, tan sosegada, que se sentía serenidad en el alma y la sensación de que nuestra presencia en el universo estaba plenamente justificada, y que por más que tuviéramos algunos amarres en el alma, en esas condiciones no se podía ni tan siquiera tratar de discutir con Dios sobre los problemas del mundo.

Candi se inclinó y arrancó con cuidado de entre la hierba del suelo húmedo una flor pequeña, era una estrella blanca de cuatro pétalos blancos abiertos, con minúsculos estambres de color violeta y me la puso en la mano. Su tamaño era más pequeño que la uña del meñique. Los botoncitos eran de color lila y se veía que cuanto más abrían los pétalos, estos se iban haciendo blancos en las flores maduras. Ella me dijo con voz bajita y dulce: Mira Mario qué bonita flor. ¿Verdad que algo puede ser modesto pero no por ello menos precioso que muchas cosas a veces ostentosas? Mira qué pequeña, no le pide nada a las rosas o a los tulipanes, pero tenemos que mirar con atención alrededor para descubrirla, de otra forma no nos podemos dar cuenta que existe esta tímida belleza ¿no lo crees?

Hizo un pequeño manojo de flores y graciosamente lo lanzó al aire, luego se quedó callada y yo la miré embelesado, estaba serena y absorta en sus reflexiones, el pelo ondulado le cubría media cara y con su mano lo recogió despacio sobre su menuda oreja en la que llevaba un arete discreto, su boca entreabierta trazaba una leve sonrisa juguetona que permitía ver lo blanco y brillante de sus dientes. Ella me volteó a ver y en ese momento sentí que me iba a cuestionar con sencillez y franqueza ¿qué tanto me ves?, pero no, volteó hacia el otro lado y sonriendo me gritó: Mira ahí hay tréboles! ¡Vamos a buscar uno de cuatro hojas!

Nos hincamos en el suelo, la mata era abundante entre la hierba y el tamaño de los tallos sobresalía unos quince centímetros del piso, de tal forma que era un tanto incómoda la posición, pero a la vez no resultaba difícil la búsqueda, mas no así el encontrar el famoso trébol, porque después de buscar por un buen rato finalmente nos dimos por vencidos. Lástima, me declaró, quería pedir un deseo. Le contesté engolado que eso de buscar talismanes para pedir deseos era un trabajo inútil, que yo pensaba que si algo se deseaba con fe se conseguía, pero que se tenía que trabajar con empeño e inteligencia para conseguirlo. ¿De veras? ¿Estás seguro que no necesitamos un trébol de cuatro hojas?, me respondió. Ambos nos paramos al mismo tiempo y quedamos muy cerca uno del otro, tanto que escuchaba la respiración en la nariz respingada de su grácil rostro que levantó para verme a los ojos. Sentí tantas ganas de abrazarla y besarla y tuve la sensación arrogante de que ese era el deseo que ella hubiera invocado de haber hallado el trébol de cuatro hojas. Pero no pude, a pesar de que todavía sentí un ligero roce accidental de nuestras manos que me provocó escalofríos, y es que de inmediato la imagen de Claudia recubrió mi cerebro, no podía de ninguna manera engañarla, pero ni mucho menos jugar con los sentimientos de Candi y perder su maravillosa amistad. Vámonos Candi, ya es tarde, a la mejor hasta ya nos andan buscando. La tomé del brazo y bajamos con cuidado la ladera del monte y para disipar los hormigueos del reciente acercamiento la reté a una carrera hasta el arroyo de la planicie y corrimos, nos resbalamos, disminuí la velocidad y llegamos al mismo tiempo, riendo y levantando ambos los brazos como ganadores.

Después de una tarde mecida suavemente por el vaivén confortante de momentos vivaces y aletargados, llegó la hora de marchar, se encaminaron hacia la carretera y esperaron en el borde por unos minutos el camión de regreso. Una vez arriba, Mario volvió a arrinconarse ensimismado, triste por el hecho de pensar que por el puente del fin de semana, tendría que esperar hasta el lunes para ver a Claudia. Candi lo miraba de reojo mientras platicaba con Chela en el asiento de al lado, Alma y Aurelio iban sentados tras ellas y Güicho, quien no había alcanzado lugar, trataba de mantener el equilibrio en lo físico, pero más, emocionalmente. La tarde iba cubriendo de oscuridad el horizonte rojo encendido y al empezar la bajada de la sierra, a lo lejos, cientos de puntitos luminosos ya encendidos en las laderas de la cañada, postal vespertina, indicaban la cercanía de Guanajuato.

Acompañaron a las muchachas hasta el jardín del Cantador y todos se despidieron contentos y cansados. Mario y Gúicho caminaron juntos hacia el centro, pero por razones diferentes, los grandes amigos, casi ni se dirigieron la palabra: Mario fantaseando con Claudia y Luis con Candi clavada en el pecho, luchando con todas sus fuerzas para no darle cabida al resentimiento. Normalmente se ponían de acuerdo para regresar juntos a León, pero Luis evadió el compromiso y salió más temprano que de costumbre.

Como a medio semestre Mario se empecinó en acompañar a Claudia, fueron a Cuevas en un paseo con su grupo de Contabilidad. La relación se deterioraba con rapidez y Mario trataba a toda costa de repararla. Por un momento logró alejarla del grupo y caminando bajo una arboleda intentó crear un ambiente romántico, ilusionado con el aroma de la maleza y el trinar de los gorriones (¿cómo sabes que son gorriones? dijo despectiva) trató inútilmente de tomarla de la mano. Afligido y mirando al suelo, descubrió una mata de tréboles, le preguntó a Claudia qué deseo pediría si encontrara un trébol de cuatro hojas y ella le respondió que eso le parecía estúpido. Entonces recordó: ¿De veras? ¿Estás seguro que no necesitamos un trébol de cuatro hojas?

Inesperadamente Claudia se inclinó y cortó por el tallo el receptáculo tupido de un diente de león, observó la perfecta estructura y lo frágil de su constitución… sólo le bastó un leve soplido para destruirlo.