La personificación del fracaso cínico del peñanietismo se llama Alfredo Castillo.
Una tras otra, como personaje de película chafa de comediantes mexicanos ochenteros, el actual titular de la Comisión Nacional del Deporte ha exhibido la falacia que protagoniza dentro de la clase burócrata, arropado, cobijado por Enrique Peña Nieto, que mucho le ha de deber.
Castillo ha sido de esos funcionarios que a todas va y a ninguna le atina.
Su protagonismo ha sido más bien producto de una acumulación de pifias, errores, desplantes, sospechas y dudas sobre su desempeño en la administración estatal con Peña Nieto como gobernador del Estado de México y luego en la federal con Peña en Los Pinos.
Se colocó en la escena pública nacional por sus propios méritos (entiéndase el eufemismo) siendo procurador de justicia del Estado de México, a cargo de la investigación por la desaparición de la niña Paulette Gebara, quien después de días “apareció” en su propia cama, presuntamente asfixiada por el colchón, atrapada entre éste y la base de la misma.
Tal versión es la oficial hasta ahora, sostenida con pinzas por Castillo.
Dos años después, otro escándalo rodeó al funcionario, entonces procurador, cuando, feminicidios in crescendo en el Estado de México, un hombre apodado “El Coqueto” fue detenido como presunto responsable de por lo menos ocho violaciones y homicidios, y se fugó nada menos que de las propias instalaciones de la subprocuraduría estatal.
Aunque posteriormente fue recapturado, el oso ya estaba consumado.
Castillo concluyó el sexenio de Peña como procurador, con todo y que desde el caso Paulette muchas voces de la sociedad mexiquense (ciudadanos y organizaciones civiles y empresariales) demandaron su salida.
Ya en el gobierno federal con Peña presidente, la cosa no cambió mucho en cuanto a las responsabilidades de Alfredo Castillo: pasó de regarla en el ámbito estatal a regarla en grande.
Por ejemplo, así pasó cuando le tocó, desde la Procuraduría General de la República, participar en dudosas investigaciones y asuntos como ocurrió con la explosión en la Torre de Pemex, percance que no ha sido esclarecido cabalmente hasta la fecha.
Como premio (es difícil entenderlo de otra manera) Peña lo nombró nada menos que Comisionado de seguridad en Michoacán, estado que Calderón dejó socialmente ardiendo y cuyo fuego no ha sido apagado en años.
El gran logro del comisionado fue el desmantelamiento de los grupos de autodefensa y la persecución encarnizada a líderes de estos movimientos como el doctor Mireles, actualmente preso en Sonora.
Y para confirmar la inaudita costumbre del poder –pagar lealtades al precio que cuesten-, a Castillo le asignaron la Comisión Nacional del Deporte, donde más pronto que tarde se trenzó en pugnas durísimas con las federaciones deportivas y acabó por madurar el pleito entre el organismo y el Comité Olímpico Mexicano, que ya venía de tiempo atrás.
(No es que varias de las federaciones deportivas no se merezcan una sacudida por la corrupción imperante, es que Castillo parecería ser el menos indicado para ello).
La cereza del pastel, la joya de la corona, la medalla de oro por su abyecta trayectoria, la ha obtenido Castillo en las Olimpiadas de Río. Hemos sido testigos del dispendio del ex procurador, ex subprocurador en PGR, ex titular de Profeco, ex comisionado en Michoacán, en el viaje, su séquito de acompañantes encabezados por la novia, los uniformes, el paseo, su desdén hacia los atletas mexicanos en competencia.
Su desdén hacia los cargos que se ha comprometido desempeñar, a las leyes que ha jurado cumplir, a la sociedad que ha aceptado que lo demande si no cumple.
Su fracaso, ejemplo del peñanietismo.
Todo un récord.