Ecos de Mi Onda

Navidad y la Esperanza del Cambio

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Durante esta época especial de la Navidad, en la que se celebra el nacimiento del Hijo de Dios, una tradición en la que parece desvanecerse el sentido original para dar paso a un evento globalizado, secularizado, interesado en promover el comercio, la frivolidad y la juerga disipada de lo que ahora llaman «Felices Fiestas», sin considerar que esta tradición tiene un arraigo cultural de valores y creencias que aportan la sensación, al menos temporal, de la esperanza en un mundo mejor, aunque pueda sólo ser una idea utópica.

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Que todo cambie para que todo siga igual…

Giuseppe Tomasi di Lampedusa en la novela “El Gatopardo”

Para el mundo cristiano la celebración de la Navidad es una tradición que tiene como raíz el nacimiento de Jesucristo en Belén de Judea, el Hijo de Dios enviado a redimir a la humanidad a costa de su propia vida. Se ha comentado mucho acerca de la celebración de divinidades de otras religiones en las mismas fechas en las que se celebra la festividad de la Navidad, con muchos de estos festejos relacionados con el advenimiento de dioses solares, insertados en culturas de la antigüedad y distribuidos en muy diversas áreas geográficas de nuestro mundo. Es decir, podemos pensar en un hilo conductor, o vasos comunicantes, que se relacionan con la luz y la energía del astro rey, fenómeno que se desvanece en los atardeceres para resurgir con gran resplandor el nuevo día, en un ciclo de permanencia vital causante de grandes inquietudes pensando en que pudiera eventualmente alterarse. Cuestión que llegó a tratar de prevenirse con rituales variados que incluyeron incluso el sacrificio incesante de vidas humanas, para satisfacción de los terribles dioses de los cielos.

En los orígenes del cristianismo el naciente imperio romano vivía épocas de esplendor bajo el dominio de Julio César y en el insólito desarrollo de una doctrina que proclamaba la paz entre los hombres en un medio propenso a la violencia, con el uso de la fuerza para fines de expansión y mantenimiento del poder imperial, fue que se produjo finalmente no sólo la aceptación del cristianismo en los tiempos de Constantino con el Edicto de Milán del 313 y el Concilio de Nicea del 325, en el que se establecieron las bases de la fe cristiana, sino también la proclamación del cristianismo como religión oficial en el imperio romano mediante el Edicto de Tesalónica del emperador Teodosio, anunciado el 27 de febrero del 380.

No resulta pues extraño que se decidiera que el nacimiento de Jesús se celebrara el 25 de diciembre, coincidiendo con las fiestas romanas significativas, ahora consideradas paganas, del Natalis Solis Invicti y de los festivales de la Saturnalia, festejadas por varios días alrededor de ese día del solsticio de invierno. Lo que resulta singular es que en prácticamente todos los casos de sustitución de idearios religiosos ha sido la fuerza dominante, vencedora, la que ha construido edificaciones e implantado símbolos, sobre los escombros de las creencias arrasadas de los vencidos, tal como ocurrió en la conquista del Nuevo Mundo por los españoles particularmente durante el siglo XVI, más no así en el caso del cristianismo en Roma, el cual se fue imponiendo gradualmente desde un estado real de persecución de un puñado de creyentes, hasta arraigarse firme y pacíficamente en el suelo sagrado de las creencias religiosas del imperio más grande de la historia de la humanidad y si bien existieron factores políticos y sociales que facilitaron este tránsito, el suceso no deja de ser extraordinario. Sin embargo, la identificación de la religión cristiana con el imperio, cimentó la institucionalidad de la iglesia, con una jerarquía burocrática de ninguna forma libre de las ambiciones humanas de poder.

Sin embargo, el mensaje cristiano es simple y conciso, pero para hacerse realidad en el corazón de los hombres es necesario un cambio interior revolucionario, pues consiste en que amar a Dios sólo es posible a través del amor al prójimo, semejante al amor que se puede tener por uno mismo, y perdonar con sinceridad y en conciencia a todos aquellos de quienes se ha recibido males, los enemigos. Condición que se aleja notablemente de la reacción espontánea que se acostumbra entre los seres humanos, resumida en la exigencia del cumplimiento de la ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente. Es pues sin duda el anuncio del viraje absoluto de un cambio de actitud primitivo, por lo que puede bien estimarse como el desarrollo real, profundo y necesario de una nueva conciencia encaminada hacia la paz y al verdadero amor entre los hombre de buena voluntad, que libremente opten por compartir el trayecto hacia el bienestar común mediante el fortalecimiento del espíritu liberador del egoísmo, de la mentira y de las ambiciones desmedidas de riquezas y abuso del poder.

Ese deseo de igualdad entre los seres humanos decididos a compartir una idea que parece utópica, sentimiento que se manifiesta al menos por unos cuantos días, es la que se genera en la imagen del Niño Jesús nacido en un pobre pesebre de las afueras de Belén, un niño destinado a ser un rey de paradoja, el cual en lugar de exigencias de pleitesía, acepta el compromiso de ofrecerse por completo a la humanidad con su propia vida, en función de liberarla de la maldad que parece serle propia en la manifestación de su conducta cotidiana de miedos y angustias, odios y resentimientos, violencia y desigualdades, vanidades y ambiciones. La piel se enchina, los corazones se aceleran y el espíritu se alegra con la visión de los nacimientos concebidos originalmente por San Francisco de Asís, así como con las notas agridulces de los villancicos y lo divertido de las pastorelas en las que se apabulla a Satanás que pretende evitar el nacimiento de Jesús y la adoración de los pastores, con las posadas y las piñatas y los árboles navideños con sus esferas y luces multicolores y con la espera infantil de los Reyes Magos, de Santa Claus o Papá Noel. El ser humano que acepta la pureza infantil que alberga la genuina esperanza de un mundo diferente, en el que es posible la paz, la cálida convivencia humana, las cualidades compasivas, las sonrisas afectuosas, todo ello generado, al menos por algunos instantes, por el llamado espíritu navideño.

Borrar todo esto cubiertos por una racionalidad escéptica es peligroso, pero por desgracia ha sido más bien la ignorancia y la falta de respeto a las tradiciones sostenidas en auténticos valores culturales, lo que ha venido transformando de manera acelerada en los últimos años a la Navidad, en sólo un pretexto para impulsar el consumo irracional, la frivolidad y la juerga desenfrenada, apartado por completo de la concepción religiosa. La secularización de la Navidad ha debilitado las raíces espirituales en aras de promover la globalización de un espectáculo social sintético, factible de reproducirse simultáneamente en cualquier rincón del mundo sin la necesidad de significados, símbolos, principios, valores y creencias, las ahora llamadas Felices Fiestas, expandidas más allá de su limitante esencia cristiana ¿Para qué inquietar a la conciencia con llamados a la nobleza de la condición humana? ¿Es acaso malo ser feliz y divertirse? ¿Qué puede hacer un simple mortal para cambiar lo malo que ocurre en el planeta? ¿La Navidad…? ¿Ese invento perverso de los curas para enajenar a la gente?

La falta de esperanza en la posibilidad de actuar bajo el concepto justo del amor cristiano endurece los corazones, calla la voces de justicia y libertad que claman en el desierto, ubican a la humanidad en un estado lastimoso de confort, de indiferencia ante los atropellos despóticos. Y el cambio sólo comienza en uno mismo, en la propia intimidad, para robustecer el espíritu y atreverse a extenderlo hacia el entorno próximo, pues es en mí mismo y en el entorno inmediato donde soy testigo de la maldad, donde incluso puedo ser cómplice activo o pasivo de los actos delictivos que afectan la dignidad y los derechos del prójimo, donde callo y no actúo por temor o conveniencia, a pesar de que en conciencia sé que obro mal, una conciencia que se va apagando y un corazón lisiado incapaz de reaccionar: padres de niños abusadores, hermanos de jóvenes pandilleros y asaltantes, parejas de políticos corruptos, compadres de narcotraficantes asesinos, amigos de violadores, socios de empresas de pornografía infantil, obispos de curas pederastas, compañeros de funcionarios deshonestos. Es necesario alzar la voz, al menos para manifestar con franqueza y con valor que no estamos de acuerdo, que no debemos ni podemos involucrarnos en actos de maldad, que bien sabemos afectan siempre de alguna manera a terceros. Es sembrar la semilla que puede crecer un núcleo cristalino, que transparente la opacidad contemporánea.

En la pastorela la gente se regocija con los diálogos vivaces del diablo, el Niño rey, la Virgen María, los pastores bobos, el anciano San José, los ángeles andróginos, los magos esotéricos de oriente, todos son barridos en una alegoría iconoclasta dirigida con maestría hilarante. La estrella de Belén se desvanece, los pastores perdieron la guía fulgurante y se desviaron del camino. Al terminar la función se asoma la realidad de nuestro mundo violento y a pesar de que el ejército ya se pasea por la calles, sólo se ocupa en reprimir manifestaciones, y siguen las violaciones, los feminicidios, las ejecuciones, los asaltos, los robos domésticos, evasiones fiscales de las grandes empresas, gobernadores cínicos rateros, contenciones a la libertad de expresión, componendas gubernamentales fraudulentas, abusos de poder, arbitraria aplicación de la justicia, aprobación de leyes incoherentes.

No se necesita ser cristiano para mostrar una actitud bondadosa, la nobleza surge de seres con diferentes cualidades, características y creencias, pero los une la esperanza guardada en la caja de Pandora, de que en el amor es posible el paulatino desarrollo de una sociedad avanzada que construye día a día las condiciones de paz, justicia y libertad para todos los seres humanos de buena voluntad que asumen como misión establecer el bienestar común.

En tiempos de elecciones somos bombardeados con promesas de nuestros políticos que ambicionan un puesto gubernamental para servirse del poder, no para servir al pueblo que los elige y que les paga con sus tributos. Son los demonios de las pastorelas contemporáneas que fingen interés y dialogan retóricamente con el firme propósito de que, como dijo Giuseppe Tomasi di Lampedusa, creador de la novela El Gatopardo, “Que todo cambie para que todo siga igual”, lo que nos hace también pensar en una frase lapidaria de Jorge Luis Borges: Creo que con el tiempo mereceremos no tener gobierno.

¡Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo!