El Laberinto

Ver para creer

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Volviendo al Apóstol, se encontraba instalado en lo imposible, en lo que nunca había sucedido y tenía toda la razón…

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Siempre me parecieron bastante angustiantes los cuadros donde el Apóstol Tomás introduce su mano en las heridas de Jesús después de su resurrección, supongo que parte de ser niño es creer sin condiciones, así nos pasa con los reyes magos, el raton de los dientes y los empaques “abre fácil” (los odio profundamente) de ahí que me pareciera aberrante que el discípulo no le creyera a su maestro ni siendo Dios en persona, aunque con los años le he ido encontrando el sentido a su historia.

En los tiempos actuales, donde vivimos asfixiados en información y donde cualquiera puede tomar un dispositivo y testificar cualquier cosa, solemos oscilar entre la más férrea incredulidad y la más bobalicona ingenuidad, la primera impulsada por la falta de imaginación y el materialismo  y la segunda por la costumbre y la pereza.

Si no creemos en algo, normalmente, es porque consideramos que es imposible porque nunca ha sucedido y no podemos siquiera pensar como sería y si todos fuésemos así el mundo no hubiera avanzado mucho que digamos, porque todo lo que es, en algún momento, solo fue una idea en la cabeza de unos cuantos soñadores o un proyecto esbozado en una libreta. Por otro lado, solo creer en lo que se puede ver es un error tremendo que se hace evidente cuando sentimos amor o si queremos ser menos cursis, cuando ocupamos el internet inalámbrico.

En cambio, creer incondicionalmente implica que confiamos en que quien lo dice, en quien lo respalda o en el modo en el que lo demuestra,  sin buscar otras fuentes, ya sea porque se ajusta a lo que nosotros creíamos desde un principio y  solo valida nuestra opinión o por qué obedece al curso que consideramos natural para ese caso.

Existen otro tipo de incrédulos, esos que con las más absolutas evidencias, teniendo como se dice popularmente los pelos de la burra en la mano, siguen sin creer, a ellos les espera un duro encuentro con la realidad, ya que a la pared no le importa mucho si creen o no en ella, si no frenan a tiempo se van a estrellar y además mientras se soban el chichón se sentirán sorprendidos.

Volviendo al Apóstol, se encontraba instalado en lo imposible, en lo que nunca había sucedido y tenía toda la razón, aunque pareciera brusco, en querer tocar aquello de lo que dudaba. Cuando contamos con la verdad no deberíamos sentir miedo de ponerla a prueba y cuando logramos convencernos, sin dejarle espacio a las dudas, nos convertimos en los agentes más valientes de cualquier empresa. Lo imposible  se vuelve posible cuando creemos y convencemos a los demás a que trabajemos por ello, solo basta una señal.