El Laberinto

Venga el líquido

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Dos semanas llevaba yo haciendo pruebas de perfumes sobre una variopinta población y ni una sola persona me dijo que SÍ cuando les preguntaba sobre alergias. Dos semanas haciendo chistes sobre reacciones adversas, tentáculos, loterías invertidas y muertes causadas por ellas  para después escuchar un ”venga el líquido” dicho con cierta impaciencia por terminar la entrevista. “Como si esas cosas pasaran” exclamó un señor riendo mientras rociaba su muñeca.

Pero al parecer el destino tiene un humor un tanto más negro que el mío pues, tras dos aplicaciones de una nueva fragancia, empecé a sentir hormigueo dentro de la boca, mis ojos lagrimeaban por un motivo bastante lejano al dolor emocional o la precariedad y fragilidad de la existencia y, de pronto, mi lengua de toda la vida ya no cabía bien entre las muelas y mis labios habían adoptado una forma inusual y protuberante como si los hubiese inyectado  con ácido hialurónico. Sí, es lo que están pensando, ese uno en un millón con  alergias terminé siendo yo y la reacción me dejó luciendo como me había comportado en los últimos días: bocona. ¡Touché!

Además de unas buenas dopadas con antihistamínicos y una tremenda aversión por la fragancia, la marca y la madre que los parió a ambos -este hecho también me dejó reflexionando sobre un hecho que es tan peligroso cómo común-, la indolencia ante las advertencias, que se traduce en aquella actitud burlona o apática cuando nos las dan y en el desconocimiento de lo más básico sobre cómo reaccionar cuando el riesgo se materializa en catástrofe.

Tal vez porque es septiembre y mis nervios están propensos a temblar cómo nuestras capas tectónicas, inmediatamente relacione este hecho con los simulacros y los sismos, pertenezco a aquella generación que nació poco después del devastador sismo de 1985, que además de las secuelas que todos conocemos tuvo como consecuencia el hecho de que los simulacros se volviesen un ritual anual en todas las escuelas y oficinas, uno en el que se aprovechaba para bromear y perder el tiempo y que sólo nos tomamos un poco más en serio más de treinta años después en 2017 cuando la realidad nos terminó cacheteando de nuevo.

No tengo una explicación científica para este fenómeno y en realidad desconozco si se trata de una cuestión global o tan solo local, puedo aventurarme a decir que no tenemos cultura de la prevención, que no cargamos suéter o paraguas, ni tenemos botiquín ni plan de emergencias, que no leemos los prospectos de los medicamentos ni los ingredientes de lo que comemos o nos untamos, no contratamos seguros, ni hacemos testamentos, ni tenemos un plan funerario o para el retiro.

Puede que seamos supersticiosos y nombrar al peligro signifique para nosotros invocarlo, como aseguran quienes culpan a los simulacros de los sismos, como aquel mal rollo que da el que te llamen para ofrecerte un seguro; otra hipótesis es que tan solo se trate de que vivimos al día, uno bastante frenético a la vez y estamos tan ocupados resolviendo el presente y disfrutando aquellos pequeños respiros que nos dan como para pensar en algo más, sobre todo si no es agradable. Personalmente, desde aquél día no suelto mis pastillas para la alergia, para empezar.