El Laberinto

A puerta cerrada

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Cada que llegaba una más al pequeño patio rectangular, lo primero que hacía era voltear a ver sus pies, si tenía agujetas era empleada, si por el contrario chancleaba penosamente los  zapatos, se trataba de otra detenida: «¿cuántas horas te dieron?» reemplaza por fórmula al “hola” del exterior y la historia de cómo habían llegado ahí, es la carta de presentación.

¿Cómo llegué aquí? Pues por no conocer el centro de Iztapalapa, sería la primera respuesta, ya que me atraparon a dos cuadras del juzgado cívico, porque el concepto de “vía pública” es bastante flexible cuando hay dinero de por medio para poner unas mesas en la banqueta, pero no para ocupar una banca de parque o para pagar un puesto dentro del metro y no vender en el vagón;  porque soy curiosa y quería hacer observación participante, o porque necesitaba desconectar del mundo y qué mejor que hacerlo con disciplina presidiaria light,  sin celular ni pertenencias y sin… ¡Ay no, qué tragedia! sin tabaco, ilusa que pensó que se podía fumar dentro, tarde que me di cuenta. Estoy aquí por vivir casi al día, supongo, porque multa sí había y creo que bares cerca de donde me detuvieron también. Somos todas iguales.

Trabajo social me pregunta cuantos días llevo de fiesta y le digo que sólo me había tomado una cerveza en una banquita después de un día difícil, somos mucho más que nuestras circunstancias y eso lo entendí escuchando también las historias de otras infractoras cuyo único crimen había sido ser invisibles para el sistema educativo, para sus familias o para las ayudas sociales, pero no para los policías que las atrapan seguido vendiendo mercancías inofensivas en el lugar equivocado para darles una vida menos negra a sus hijos. 

Las horas se deslizan lentas, pero no se está mal, techo, cobijas limpias, comida caliente y (quise pensar) del día, sombra, servicio de tienda a precio justo e incluso mejores instalaciones que en muchas escuelas y centros comunitarios que incluyen: sala para ver películas, comedor, áreas verdes, dormitorios, sanitarios, duchas, servicio médico, todo limpio y bastante funcional. Una especie de hotel de ingreso involuntario con tarifa a la inversa, entre más horas estás menos costosa es la salida.

Es un castigo para mí, que me esperan afuera donde mis condiciones son más agradables, que la libertad me sirve de algo porque tengo los medios para hacerla efectiva en cuanto a independencia, salud, vivienda, trabajo y entonces, como consuelo, volteo para ver si hay alguien para quien esta estancia pudiera ser un descanso, un refugio, tal vez una persona en situación de calle o migrando. Pero curiosamente, no veo a nadie así y no es que no comentan faltas cívicas, no las llevan ahí, porque sería un premio y de esos no se reparten tan fácilmente.

Pero no todo es negrura en texto, en “A puerta cerrada” (1947) de Jean Paul Sartre, el infierno más que estar encerrado o vivir un continuo presente sin cambios, se encuentra en estar con los otros que saben lo que hiciste, en este caso, justo la parte más suave de la experiencia fue la compañía y la amena empatía de conocer a las otras y con ello me quedo.