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HORIZONTERIO

Paloma Robles Lacayo

05 de enero de 2012

Están, de desesperanza, infectados los caminos. La comunicación es posible, y sin embargo una serie de lanzas clavadas vigilan sus costados. Sí, un personaje que crece a la orilla, erguido que, por ser tanto más nostálgico que aguerrido, prefiere dividir su corazón en el extremo más alto, antes que punzar al viento con su ira desgarradora, a la que cambia de naturaleza para volver inocua, y así logra su tronco muchas veces bifurcar, y en tantas ramas de silencio ha de decantar su dolor, que al descender hasta sus últimos reductos, adopta la forma de innumerables agujas que apuntan hacia el suelo, como suponiéndose mejores en él, aunque secas, cual plumaje en disposición de caída. La nobleza de preferir la derrota inerme que la altivez lesiva. Curiosamente, hojas de verdor sempiterno. A pesar de eso, todavía florece y fructifica, como si la generosidad dominara con su levedad a la pesadez del insondable sufrimiento, y colmara de aroma sanador el halo del pirul.

Sus flores nunca se iluminan de frenesí. Pero llegan. Se asoman al final de las derivaciones troncales, ataviadas con el color de la pureza, pues no hubo emoción que las colorara. Sus frutos, en cambio, sí. Verdes al surgir, en su madurez se vuelven gotas cristalizadas de la sangre de guerreros anquilosados por sus propias raíces, tan amorosas, que no perforan el suelo que las anida, lo respetan. Sencillamente se disgregan en él, como pretendiendo abarcarlo, pero al par afrontan la angustia del afán de permanecer unidas al eje que sostienen, para no olvidarlo, para no dejar de alimentarlo. Al marchitar, liberan la cáscara que encierra a estas esferitas, como si con su humedad se fuera todo lo valioso, como si ya no hubiera algo digno de proteger.

Los pirules son árboles de alguna manera muertos. Sus ramas ceden frente a la gravedad. Cubre al puente que va de sus raíces a sus alas una coraza resquebrajada, que no por sus heridas permanentes resiste menos los embates del ambiente. Aceptan lo que el terreno les ofrezca, no exigen más, antes bien, y propio de su genio conciliador, lo persuaden de que soporte los arrebatos eólicos, de que no se vaya. Casi con indiferencia, consienten todas las circunstancias, e igual afrontan el frío, que el calor, que la sequía. Van más allá que los demás. Nada los detiene para crecer. Sólo demandan espacio, como si tanta pena contenida no pudiera ser compartida. Y hasta se dan el lujo de defender. Sí, una sucesión de ellos integra un fuerte contra ventarrones, aunque en sus ocasos se desgajen con estos agrestes impulsos.

Como buena fuente de leña y carbón, algo debe arder en su interior. Quizá una chispa sea una mínima condición para mostrar su carácter de brasa, esa que no se basta para prender, y que acude con una convocatoria tan convincente como un reflejo, y crea así una llama en la que todo puede apreciarse con más claridad, a la luz de la pasión, otrora sepultada por la pesadumbre, y con el abrigo del fuego descubierto, para asirse inexorablemente a la tierra de la que proceden, previa transición en ceniza, acaso el estado que les significa mayor alegría y paz.

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Paloma Robles Lacayo se define como La mujer del tiempo, La duquesa del Beso, Un imperio de mujeres junto al mar, Alguien indefinible. Contacto en: fuegoeingenio@yahoo.com.mx.