Candil de la Calle

A la cola

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Parece, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas.

Miguel de Cervantes Saavedra

A la cola.

Este martes, durante una más de estas giras de despedida que el presidente Felipe Calderón ha emprendido a lo largo y ancho del territorio nacional, una mujer lo interrumpió cuando comenzaba a pronunciar un discurso. El escenario: San Luis Potosí. El motivo: reclamarle por la ausencia de la autoridad para ayudarle a localizar o rescatar o indagar sobre el paradero de sus familiares, desaparecidos en un trayecto entre un municipio de la Huasteca Potosina y el vecino estado de Tamaulipas.

El presidente no tuvo más remedio que aceptar que la mujer lo increpara. Le preguntó si había acudido a Províctima —como si de ahí los agentes policiacos salieran corriendo a investigar y a localizar a los desaparecidos, probado está que sirve para dos cosas—; le insistió tres veces en esta pregunta, hasta que la mujer le dijo que había ido a Províctima y con todas las autoridades habidas y por haber. Y nadie le ayuda.

Ella es hermana de un candidato a la presidencia municipal de Tamuín,  uno de los municipios de la Huasteca vecinos a Tamaulipas que vive la incursión descarada y abierta del narcotráfico dominante en aquella entidad, que se desplaza hacia Veracruz. De una marca y de otra. Este ex candidato también está desaparecido.

Felipe Calderón continuó con su discurso, pero antes le pidió que no se fuera, que se esperara porque quería hablar con ella “si es que le interesa su familia, que yo creo que sí”.

¿Cuántos mexicanos queremos —podemos, debemos— estar parados frente al presidente que termina su sexenio para reclamarle por algún familiar, amigo, conocido, colega asesinado, desaparecido, injustamente etiquetado como narco para guardar las apariencias o engrosar las estadísticas de la “guerra victoriosa”, entre otros tantos agravios?

La cosa será larga. Larguísima. Interminable.

Soy una interesada, soy un prospecto para formarme en esta fila.

Tengo mis reclamos, sé qué quiero echarle en cara. Nunca pensé que hacer periodismo significaría dejar de dormir; sentirme como una corresponsal de guerra en Zacatecas o San Luis Potosí; aguantarme un nudo en la garganta al escuchar el testimonio de mujeres de Manuel Doblado que viajaron de paseo a Veracruz con sus esposos y regresaron sin ellos, y viven sin ellos desde hace dos años y siguen pagando sus tarjetas de crédito y sus cuentas porque para los bancos no hay desaparecido que valga; llorar a una amiga asesinada e indignarme cuando las autoridades de una triste oficina gubernamental fabrican una historia para desvirtuar los móviles de su homicidio, sobajando su imagen en un fácil recurso que se utiliza para nosotras, las mujeres: tratarnos de desesperadas, o de incitadoras, o de callejeras.

A la mujer en San Luis Potosí, el presidente aún tuvo el atrevimiento de pedirle que se quedara a hablar con ella “si le interesaba su familia”. Ella había expresado, entre sus reclamos, que había solicitado en varias ocasiones una audiencia en Los Pinos para exponer su caso.

Y el presidente la seguía mandando a Províctima, a lo mejor para que ahí la convencieran —como lo hacen— de que firme la hoja donde se desiste de proceder legalmente en contra del gobierno por la desaparición de sus familiares, y registre que fue atendida y la manden a recibir atención psicológica y fin del asunto.

Cómo no le iba a ir a reclamar.