Entre caminantes te veas

En la plaza de los cargadores de sacos

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(Foto de Paul Morin)
(Foto de Paul Morin)

Cinco horas diarias de práctica a lo largo de su vida la habían llevado a ser la magnífica violista que era. Sus días llenos de compromisos no dejaban ni un minuto el lugar a los pensamientos. Hasta que llegaba la noche, y no le quedaba más remedio que llegar a casa y enfrentarse con las luces apagadas al entrar, al silencio de la soledad, al único plato y la única taza que serían utilizados para cenar.

No había más remedio que mirar de frente a la realidad, los recuerdos y los dolores. Su espalda se libraba del peso del instrumento pero solo por unos segundos porque en seguida llegaba el otro peso, el del saco que todos cargamos, ése que contiene nuestras penas y cargas eternas. Durante años intentó ser madre, pero la naturaleza la olvidó. Así que cada mes que pasó después de la boda, no solo se desgarraban sus entrañas, sino que también lo hacían sus sueños.

Después vinieron los tratamientos de fertilidad que siempre prometían hacer crecer en un terreno árido lo que jamás podría crecer. Se fueron en el proceso los ahorros, el entusiasmo, la autoestima y también él; cansado de ser semental, ansioso de tomar el digno lugar de simple esposo y proveedor. Lo único que permaneció con ella por siempre fue esa punzada en el centro del corazón que persistiría para recordarle que no había sido capaz, que nunca lo sería.

Salía por la noche a la plaza frente a su casa, se sentaba en una banca a observar a la gente caminar, miraba la luna, sentía la brisa nocturna en la cara y volvía a sentir paz. Conocía la rutina que se desarrollaba en aquel lugar de 8 a 9 de la noche. El paso apresurado de la mujer de la farmacia que vuelve siempre corriendo porque el marido y los hijos esperan ansiosos a que llegue con la bolsa de pan entre las manos para acompañar la cena. También los hijos de sus vecinos volvían de la preparatoria llevando la mochila en la espalda llena de libros y sueños.

El saludo de “Buenas Noches” rompía la monotonía de la espera silenciada. La mesera rubia del bar de la esquina pasaba corriendo sobre aquellos zapatos de tacón infinito porque como siempre ya iba retrasada. El esposo de Doña Margarita con el reflejo del cansancio en la cara saludaba débilmente; se despedía de la tía de sus alumnos de las 6 que regresaba a su vida después de hacerse cargo de los sobrinos para que su hermana pudiera salir a trabajar sin pendiente. El hombre que barría los callejones, tambaleándose porque el alcohol le robó el equilibrio y el perro negro del collar rojo que también olvidaba un poco sus pesares cuando la veía sentada en la banca esperando por él.

Entonces, ella sacaba de su bolsa el contenedor con la cena lista para ambos y con alegría compartía la mitad con su buen amigo. Entonces la gente desaparecía, ya no importaban los caminantes con los sacos invisibles en la espalda llenos de penas y tribulaciones, porque por ese momento, ella y Vivaldi —nombre con el que bautizó a su compañero de cena— eran todo lo que importaba. Y como por arte de magia, al menos por un instante, el saco de ambos se desvanecía.